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El himno nacional: de Plaza de Mayo a YouTube

El 11 de mayo de 1813 nació el himno nacional argentino. Para la ocasión, el escritor e investigador Esteban Buch ―autor del libro O juremos con gloria morir. Historia de una épica de Estado― comparte una ponencia presentada en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París (Francia) sobre el himno nacional.


Durante casi dos siglos, el himno nacional hizo la historia de la Argentina, y a la vez ayudó a imaginarla. De Mayo a Rosas, de Urquiza a Roca, quien en 1900 suprime sus estrofas antiespañolas, luego el canto de masas con Yrigoyen, más tarde el encuentro con la Marcha peronista, y así siguiendo hasta Malvinas, hasta la democracia, hasta la actualidad. Durante todo ese tiempo, el himno sonó en las escuelas, los cuarteles, las fiestas patrias; y también, más tarde, en las canchas de fútbol, los actos políticos, las pantallas de televisión, hoy en internet y en los teléfonos celulares. Así vuelve a escena una y otra vez, como una épica de Estado, ese canto de una nación en busca de sí misma. Lógico, tratándose de un símbolo sonoro que, con todos sus laureles, no es otra cosa que una conmemoración permanente.

Clave de sol y unas notas en un pentagrama.

Y sin embargo, la Marcha Patriótica no había sido pensada para evocar el pasado, sino para influir sobre el presente. Escrita por Vicente López y Blas Parera, es adoptada el 11 de mayo de 1813 por una Asamblea Constituyente que libera a los hijos de los esclavos y suprime la Inquisición y los títulos de nobleza. Días después, se la escucha en un teatro de Buenos Aires, cantada por «una comparsa de niños ricamente vestidos al traje indiano». Marca elocuente de la influencia de la Revolución francesa en la emancipación política del Río de la Plata, el grito de libertad, la igualdad sentada en el trono evocan directamente la triple divisa republicana. En cuanto a la fraternidad, late en ese nosotros que jura con todos, o en nombre de todos, con gloria morir.

Esa marca revolucionaria no es tan solo un concepto. Es también una técnica, y más precisamente una técnica de propaganda, que estimula las emociones y domestica los cuerpos. Ese ritual, dicen los textos de entonces, busca tanto «inspirar el inestimable carácter nacional» como hacer «que ninguno viva entre nosotros sin estar resuelto a morir por la causa santa de la libertad». Para lograrlo, Blas Parera ―lo mismo que Rouget de Lisle, el autor de La Marsellesa― utiliza la marcha militar, en particular en ese coro de inexorable tachín tachín. Pero no solamente, pues incluso allí la pulsación de los que marchan se interrumpe al cantar vivamos –fuente de eterna confusión para cantores grandes y pequeños, a causa del melisma que agregará más tarde Juan Pedro Esnaola. Y antes de la «noble simplicidad» neoclásica que caracteriza el canto de la estrofa Oid mortales, todo comienza con una introducción instrumental gigante que usando la retórica de la ópera italiana anuncia el fragor de la batalla y el clímax de la victoria. Así el compositor del himno argentino inserta el mito de origen de la nación en la lógica del espectáculo, erigiéndola en valor más allá de la vida y de la muerte, y también, sin duda, más allá del bien y del mal.

Pues esa es la paradoja: el himno no solo refleja y promueve el ideal de la emancipación. También tiene que ver con el servicio de las armas, con la muerte siempre posible, con la violencia de Estado. En él se cruzan el eje horizontal de la igualdad y el vertical de la autoridad. El canto enuncia el pacto que hace del individuo un ciudadano, es decir un hombre libre, en la exacta medida en que hace de él alguien que obedece. De allí que una vez nacida la nueva nación, o más bien, una vez fundado el nuevo Estado, el dispositivo ritual del himno, que es uno de los pocos inventos de esos primeros años que no desapareció con la anarquía, estará siempre disponible para todos los nacionalismos, todos los militarismos, todas las dictaduras de los dos siglos siguientes.

Las dictaduras, sí. Pues ese bello símbolo de libertad y de igualdad, ese canto magnífico de la fraternidad tácita jamás molestó a ningún golpista, a ningún torturador. Al contrario, del general Uriburu al general Galtieri, a todos los dictadores siempre les pareció genial. Mariano Moreno lo había comprendido inmediatamente, al escribir en diciembre de 1810 : «Qualquier déspota puede obligar a sus esclavos, a que canten himnos a la libertad; y ese cántico maquinal es muy compatible con las cadenas y opresión de los que lo entonan». Y si muchas veces en la historia argentina se han invocado las tres libertad del himno contra un poder opresor ―aquí unos manifestantes enfrentados con la policía, allá los habitantes de villas miserias para detener a las topadoras, o esos indígenas cantándolas en su idioma para reivindicar sus tierras ancestrales, entre tantos otros ejemplos―, la contienda no es pareja, ni nunca lo fue.

Resumamos: Libertad, libertad, libertad ―y de frente march―. Se entiende la reacción del escritor Néstor Perlongher, a quien el himno, en plena transición democrática, tan solo le traía el recuerdo de «la formación milico-escolar». El himno como recuerdo de infancia: eso vale para la Argentina en general, al cumplir doscientos años. Pero cuando aun gobernaba Videla, el poeta Leónidas Lamborghini había percibido en el trauma de la dictadura «el ruido de lo sagrado de lo unido en lo dignísimo de la identidad que se rompe». Una identidad rota, eso es lo que resonó públicamente, tras el terrorismo de Estado y la guerra de Malvinas, saliendo de los viejos discos de música militar.

El retorno de la democracia marcó no solo el agotamiento de cierto rol de las fuerzas armadas en la vida política argentina, sino también el de cierto sonido del patriotismo. La versión del himno grabada por Charly García en 1990 comenzó por desencadenar un escándalo, con una denuncia por ultraje al símbolo patrio ante un tribunal, y declaraciones furiosas de patriotas engominados en los medios. Pero el himno de Charly terminó imponiéndose, como vehículo musical de una relación con la patria más cercana a los gustos de la gente que esas bandas militares inseparables de los militares mismos. A menos que se lo vea como el signo inquietante de que bajo formas apenas cambiadas el nacionalismo argentino siempre está dispuesto a resurgir de sus cenizas. En todo caso, preferir el himno nacional en una versión rock, una vez asimilada la trasgresión, no tiene ya hoy un contenido ideológico evidente.

Eso se ve sobre todo en internet, donde el origen de las cosas y de los discursos se pierde, o carece de importancia. Si uno busca himno nacional argentino en YouTube aparecen mezclados un clip nacionalista convencional, donde el sonido de una banda militar se sobrepone a imágenes de la bandera; una familia que ya borracha festeja el Año Nuevo cantando el himno en torno a una botella de sidra; un corto publicitario que elogia los paisajes argentinos y la variedad de su gente; una banda de adolescentes que ensaya una versión rock en un garaje, transformando como pueden la introducción en un riff de guitarra eléctrica; un padre que hace cantar el himno a su nene de dos años; una versión en lenguaje de señas; más versiones rock, la de Los Piojos, la de un grupo desconocido, casi demasiadas; un grupo de jóvenes que quema una bandera de los Estados Unidos cantando Oíd mortales como alucinados; el insulto de Diego Maradona a los italianos que silban el himno durante el Mundial; una prolija versión de la orquesta sinfónica de la Provincia de Mendoza durante una fiesta patria; veteranos de Malvinas cantándolo en Plaza de Mayo; las manos de un pianista aficionado que improvisa sobre el venerable tema de Parera; Charly García retomando «su» versión al salir de una de sus ya tradicionales clínicas; un grupo de ancianos que lo canta en un asilo; etcétera, todo con comentarios escritos debajo de los videos, donde entre otras ideas insisten unos gritos más o menos sagrados como: Vamos Argentina, carajo.

En YouTube puede hallarse también un clip a la gloria de las fuerzas armadas con hombres audaces armados hasta los dientes que saltan de helicópteros ultramodernos, y el himno nacional como único sonido. Nada especial ―el Ejército francés hace el mismo tipo de propaganda―, salvo que no es una banda militar lo que se escucha, sino una versión metal del himno, tipo rock progresivo. Que el grupo que la hizo se llamara Océano de sangre puede parecer un lapsus sobre el pasado criminal de las fuerzas armadas que viene a sabotear el discurso liso sobre su presente. Pero el mismo tema aparece en otro video que asocia la caída del presidente de la Rúa en 2001 con la Revolución de Mayo. Por lo demás, la banda había sin duda elegido su nombre a modo de alusión gótica al régimen de Videla, que en un reportaje su líder Marcelo Yakko describe como un diablo.

Esas versiones rock del himno nacional argentino son parientas del Star Spangled Banner de Jimi Hendrix en Woodstock, del God Save the Queen de los Sex Pistols, o de Aux armes etcétéra, la versión reggae de La Marsellesa hecha por Serge Gainsbourg. En todos esos temas se ha oído en algún momento una crítica del poder; lo que es seguro, es que todos ellos vinculan la nación a un estilo musical que es también un estilo de vida. En la Argentina, incluso ciertos admiradores de los militares parecen haber entendido que el desastre de la dictadura y el triunfo del rock nacional han devaluado, tal vez para siempre, los bronces del siglo diecinueve que habían sido la banda de sonido de la historia del Estado argentino. Ese modelo de música de Estado, de origen francés y basado en la música militar, ha sido reemplazado, al menos parcialmente, por otro nacido en Gran Bretaña y Estados Unidos, y hoy en día globalizado: el que delega a músicos populares de la cultura de masas, y especialmente a los rockeros, la diseminación espectacular de la identidad nacional. Por supuesto, la relación entre la nación y la música no pasa solamente por el símbolo patrio. En la Argentina, esa imagen musical de la nación incluye en dosis variables, junto al rock, el tango, el folklore y la música clásica, sin olvidar otras músicas aun no canonizadas. Aun así, para muchos argentinos el himno nacional sigue siendo, dos siglos después de la Revolución de Mayo, un lugar donde imaginar un estilo que acerque la estética del Estado a la estética de la gente.

Sobre el autor

Esteban Buch nació en Buenos Aires en 1963, y reside actualmente en la ciudad de París (Francia), donde enseña en la Escuela de Altos Estudios en Ciencas Sociales (EHESS). Es autor del libro O juremos con gloria morir. Historia de una épica de Estado (próximo a ser reeditado por Eterna Cadencia Editora), una investigación dedicada al Himno Nacional Argentino (su composición y su uso a lo largo de la historia del país). También escribió La Novena de Beethoven. Historia política del himno europeo (Editorial Acantilado, 2001), que aborda la célebre Oda a la alegría y su elección como himno de la Unión Europea, y The Bomarzo Affair. Ópera, perversión y dictadura (Adriana Hidalgo Editora, 2004), sobre la censura del dictador Juan Carlos Onganía contra la la ópera Bomarzo, del músico Alberto Ginastera y el escritor Manuel Mujica Lainez (por este trabajo, Buch obtuvo la Beca Guggenheim). En 1985 actuó en Juan como si nada hubiera sucedido, de Carlos Echeverría, un documental sobre el único desaparecido de Bariloche. En 2009 recibió el Premio Konex en el área de Música clásica. Su último libro es El caso Schönberg (Fondo de Cultura Económica, 2010).

El texto publicado en educ.ar fue presentado el 30 de mayo de 2009 en la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales (EHESS) de París, en el coloquio sobre el Bicentenario «Influencias y confluencias: La Revolución francesa y la Revolución de Mayo».

Nota del editor: La imagen y los videos que ilustran esta nota fueron incorporados por el editor.

Ficha

Publicado: 08 de mayo de 2012

Última modificación: 09 de mayo de 2022

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Ciencias Sociales

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Esteban Buch

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