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«Bita» de Juan José Manauta (audio)

Se encuentra aquí disponible el relato, tanto en archivo de texto como en audio. Pertenecientes a la colección «Lecturas grabadas». Bita es una campesina que acompaña a su hombre a la guerra. Queda viuda en una de las últimas batallas que enfrentaron a entrerrianos con los porteños.


«Bita» de Juan José Manauta

En nuestras unidades en operaciones casi no iban mujeres. Sólo las muy pobres seguían a su hombre y no temían arriesgar la vida en los entreveros, porque eso era todo lo que podían perder. Las que los tenían, llevaban consigo a sus hijos pequeños (los mayores eran soldados), los enseres y animales domésticos, la ropa. En sus ranchos no quedaba qué le sirviera al enemigo ni a nadie, salvo la frialdad y el vacío que sobrevienen cuando los seres humanos y los perros abandonan un lugar.
Bita era una, compañera del cabo Salaberry, un hombre callado, entrado en años, corajudo y audaz.
Se las anotaba en un cuaderno, pero no se les exigían papeles, que ninguna tenía.
–¿A quién seguís?
–A Pascual.
–¿Qué Pascual?
–Salaberry.
Una formalidad, porque todo el mundo sabía que Bita y Pascual se habían enganchado juntos al batallón en el arroyo Clé y que provenían de la aldea Asunción, devastada por una banda de cambá brasileros, mixtura de brujos y asesinos vestidos de soldados.
El cabo Pascual Salaberry figura en mi cuaderno como desaparecido en el arroyo Don Gonzalo, pero yo lo vi morir en medio del cauce, cuando sin atender a las señales de retirada, insistió en avanzar nadando hacia la otra orilla, donde los nuestros eran segados por la metralla y el tiroteo de los fusiles a repetición. Hombre y caballo fueron arrastrados por la corriente, que de oscura como venía, se iba poniendo colorada.
Algunos hombres, hombres de nuestro batallón, lo siguieron, cruzaron nomás el arroyo tras él, en una especie de huida hacia adelante, encabezados, sable en mano, por el mayor Ponciano Alarcón y por el teniente Dionisio Hereñú. Esa maniobra desolada y confusa, peregrina y sorprendente hasta para los que la ejecutaron, detuvo por un día entero a la tropa enemiga, que estaba ganando la batalla. Yo creo que ese ataque suicida fue inspirado por la desobediencia de Pascual Salaberry. Así lo reconoció más tarde, a las puteadas, el mayor Alarcón:
–¿Qué mierda se creerán que es una maldita orden? –cuando ya el cabo Salaberry y los que lo siguieron no podían compungirse y algunos ni siquiera oírlo.
Los demás obedecimos y nos retiramos, muchos sin habernos mojado siquiera las bolas en el arroyo.
Sólo veinticuatro horas más tarde nuestra retaguardia vio aparecer al Mayor y al Teniente, y a Bita, obligada por los dos, pues no quería dejar la costa del arroyo, donde también había visto morir a su hombre. La traían atada a los bastos de un burro que tironeaba el propio Mayor.
–Hacete cargo –me dijo–. Es la mujer de Pascual. No quería volver, la muy estúpida. ¿Sabés lo que hubiesen hecho de ella los otros si la agarraban?
–A la orden, mi Mayor. Pero ¿qué pasó del otro lado?
–¡Asqueroso y terrible! ¡Carajo! ¿Ya nadie quiere obedecer en este condenado ejército? Cuando hicimos pie los que pudimos, les llevamos un tropel (no tuve más remedio), porque nadie quería entender otra cosa que no fuese abalanzarse contra los porteños. Fue una carga tan furiosa y desatinada que los asustó. A ésta la encontramos de vuelta, en medio del arroyo, tal como la ves, gritándole a los otros, que le oían muy bien desde la costa riéndose a carcajadas: “¡Vengan y degüéllenme, hijos de puta! ¡Vengan y cójanme si pueden! ¡Los voy a capar a todos con el sable de mi marido!” –después que aguantó la risa él también, el Mayor agregó–: La tuve que arrastrar de las mechas. Hereñú consiguió este burro, la atamos, y aquí está. No la pierdas de vista. Tené cuidado. No te quiera capar a vos también.
Bita llevaba cruzado al pecho, en medio de sus dos lozanas tetas, un sable de munición, que sería el de su marido.
Colegí que me iba a arañar o a morder cuando la desatara. En cambio se puso a llorar como una criatura. No me confié, pero estaba cansada, sin fuerzas, y le dolerían los huesos después del galope de más de una legua, atada a la encimera pelada de un burro patrio de andar proceloso.
Suavemente me apoderé del sable, de filo rabioso.
–¿Tenés algún pariente o alguien...?
–Nadie, fuera de Pascual, que en paz descanse.
–¿Y hambre?
–Eso sí.
Le di cecina y galleta, lo que tenía en mi mochila, y un trago de ginebra, que no despreció.
Como es sabido, al llegar al límite del departamento de Gualeguay, el mayor Ponciano Alarcón nos licenció. Y eso también le tocaba a Bita. El Mayor, sin decirlo, nos dio la opción de hacernos humo, de salirnos de la guerra, sin caer en el delito de “desamparar la bandera”.
Yo soy nativo de Tres Bocas, en el sexto distrito del departamento de Gualeguay. Allí mismo me reclutaron los hombres del mayor Ponciano Alarcón, seguidores del gobernador Ricardo López Jordán. Me dijeron que los porteños querían intervenir la provincia y que ellos iban a resistir. Del asesinato de Urquiza, no hablaron. Como resistir, resistimos, pero no por mucho tiempo en lo que a mí me tocó. Cuando acababa de aprender el buen manejo de la carabina y de afinar mi puntería, a lancear de a caballo a todo galope y todas las figuras en el uso del sable, los porteños nos quebrantaron en el arroyo Don Gonzalo (departamento de La Paz), como ya lo he contado, y la guerra terminó para mí. También para Bita.
Cuando cabalgábamos hacia el arroyo Clé, ya libres de la milicia, y cuando llegamos al arroyo Clé, ninguno de los dos había decidido su destino.
Ella era oriunda de la aldea Asunción, cerca del arroyo Vizcachas, pero en jurisdicción del distrito de Jacinta. De la aldea Asunción no quedaba para Bita cosa o cristiano que valiera la pena recuperar. Tampoco dónde cobijarse y vivir. Entonces volvimos grupas hacia el arroyo del Animal, que está en pleno sexto distrito, Costa de Nogoyá. El Animal, más que un arroyo, es un zanjón abrupto que corre, se esconde y vuelve a aparecer en medio de esteros, bañados y pajonales más aptos para tigres y venados que para mujeres u hombres. Nos detuvimos en un alto que figuraba un albardón. Desde ese lugar, que ninguna marea, gracias a Dios, ha podido cubrir hasta el presente, sería fácil ventear patos y carpinchos.
Teníamos que levantar una ranchada. Había paja de sobra y se podían sacar buenos palos de ñandubay y de sauce carolino. Pero esa noche hemos dormido a la intemperie, cada uno sobre su apero, de cara a las estrellas.
Al acomodarme en los cojinillos, mi mano derecha dio con una de Bita, que trataba de dormir vuelta hacia mí, y así quedaron, sin apartarse una de otra.
–El día de Don Gonzalo cumplí los dieciocho –dije como para mí.
–Yo voy para los treinta –reflexionó Bita, también en voz muy baja.
–Dificulto que te gusten los chiquilines...
–Ni a vos las viejas.
–Las viejas arrugadas, tal vez que no.
–Yo pronto voy a ser una vieja arrugada.
–No tan pronto, decía una vieja arrugada.
La risa que le provocó mi ocurrencia me pareció nerviosa y desganada, sobre todo porque su cara estaba junto a la mía, y tan cerca e inesperada como recién salida de la oscuridad.
Todo parecía recién salido de la negrura y de la nada. Todo, menos el incendio que había estallado en mi cintura. Me aflojé el tirador y me uní a ella, tal como querían sus brazos y sus labios. Yo era nuevo en eso, recién llegado, pero en ese momento habría sido capaz de derrotar a los porteños por mí solo...
Ningún vendaval, que allí soplan fuerte desde el Sur, ha podido hasta ahora voltear nuestro rancho de la costa del Animal.
Bita y yo nos acordamos siempre de cuando lo construimos.

Ficha

Publicado: 10 de octubre de 2014

Última modificación: 14 de octubre de 2022

Audiencia

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Área / disciplina

Historia

Lengua y Literatura

Nivel

Secundario

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Literatura

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Todas

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Audio

Etiquetas

audiolibro

Lecturas grabadas

Autor/es

Juan José Manauta

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