El invierno en la cultura y las artes
La ciencia ofrece explicaciones que ayudan a comprender por qué, a lo largo de la historia, diversas culturas muy diferentes coinciden en celebrar rituales de culto al sol y a los ciclos de la vida. La inclinación del eje terrestre hace que el 21 de junio se produzca, en el hemisferio sur, el solsticio de invierno, es decir, el instante en que la posición del sol en el cielo se encuentra a la mayor distancia angular negativa del ecuador celeste. De los ciclos naturales depende nuestra alimentación y nuestra supervivencia; por eso, buscamos conocerlos, protegernos de sus rigores y celebrar sus maravillas.
Testimonios milenarios de esa búsqueda de conocimiento, como la colosal construcción de Stonehenge, en el sur de Inglaterra, siguen resultando enigmáticos y atraen cada año a miles turistas curiosos y amantes del new age que buscan participar de la magia de este ritual antiquísimo.
Los arqueólogos conjeturan que esa construcción data de 5000 años atrás. Se trata de un espacio vinculado al culto solar y destinado a celebrar el solsticio de invierno, que en el hemisferio norte tiene lugar el 21 de diciembre. Ese día, el sol sale en Stonehenge justo sobre la piedra opuesta a la entrada del círculo de gigantescos monolitos. Es la señal de que se acerca el tiempo de sembrar, la promesa de que los días comenzarán a alargarse lentamente hasta que lo más duro del invierno empiece a quedar atrás.
Mitos y leyendas
En la Antigüedad clásica, los griegos y latinos atribuían el origen del invierno al rapto de Perséfone (Proserpina, en su versión latina). En esa mitología, Hades, el dios de los infiernos, se enamora de Perséfone, la rapta y se la lleva consigo al inframundo. La madre de ella, Deméter (Ceres, en la mitología romana), diosa de la agricultura, destruye con furia las cosechas y los arados. El poderoso Zeus (Júpiter), que reinaba en el Olimpo sobre todos los dioses, logra entonces llegar a un acuerdo con su hermano Hades. Así relata Ovidio, el poeta romano, en su Metamorfosis (año 7 d. C.) el resultado de la negociación: «Júpiter dividió con equidad el curso del año. Ahora la diosa, divinidad común a los dos reinos, pasa con su madre tanto tiempo como con su esposo». Satisfecha, Ceres devuelve las semillas a los hombres para que puedan sembrar y volver a alimentarse de las cosechas.
El mito en las artes plásticas
Ese mito grecolatino ha dado lugar a obras maestras de la plástica, como El rapto de Proserpina (1622), del italiano Gian Lorenzo Bernini.
Se trata de un grupo escultórico típicamente barroco, en el que los críticos destacan el movimiento del conjunto y la expresividad de las figuras. Allí aparecen el dios Hades (Plutón para los romanos) raptando a la joven Perséfone, quien lucha por liberarse mientras llora y pide auxilio. Junto a ellos, ladra el feroz Cerbero, el perro que custodiaba los dominios de Hades.
También el pintor barroco Peter Paul Rubens produjo una obra maestra inspirado en el mito del rapto de Proserpina o Perséfone (1636-1637).
Los analistas destacan el uso de las diagonales que organizan el cuadro y dan movimiento a los personajes. La escena es caótica, como corresponde a una situación tan grave y a los gustos de ese movimiento estético, y los contrastes de la luz subrayan el dramatismo de la escena. En el centro del cuadro, el dios Plutón sujeta a Proserpina para llevarla a su carro, mientras desde su izquierda, otras diosas (Minerva, Diana y Juno) intentan detenerlo. A la derecha, Cupido, aliado de Plutón y causante del enamoramiento del dios de los infiernos, lo ayuda sujetando las riendas del caballo, mientras Himeneo, dios del matrimonio, lleva la antorcha, listo para celebrar las bodas infernales. Por el suelo, desparramadas, quedaron las flores que la pobre Proserpina estaba juntando cuando llegó su captor.
Lejos de estas luchas mitológicas, el pintor holandés Pieter Brueghel, también conocido como «Brueghel el Viejo», pintó el invierno desde una perspectiva totalmente diferente. En su obra, retrató la vida cotidiana campesina en las diferentes etapas del año. Los cazadores en la nieve, de 1565, corresponde a los meses del duro invierno nórdico y representa escenas de la aldea. Los cazadores vuelven con una sola presa y podemos imaginar que no habrá mucho que comer esa noche en sus mesas. A lo lejos se ve a los niños patinando en el lago y a otro habitante que lleva leña a su casa.
«Su cuidado cromatismo, basado en blancos, negros y grises, logra un efecto de enorme sutileza expresiva. Casi podemos escuchar el crujido de la nieve bajo los pasos pesados de los cazadores con apenas una pieza a cuestas, rodeados de los perros ateridos que llegan desde la espesura silenciosa y desnuda. Llegan a la aldea recorrida por el río helado. A lo lejos, diminutas figuras patinan y juegan, reducidas por una distancia que mide el vuelo de la urraca que levanta el vuelo desde el último árbol de la ladera, y otros personajes siguen indiferentes en sus tareas cotidianas, sin prestar atención a los cazadores que regresan del territorio hostil de silencio, presencias intuidas y exhalaciones hacia la confortable familiaridad de las casas».
Poemas para las tardes heladas
La poesía ha evocado de mil maneras los mustios paisajes invernales, por lo general, metáforas de la melancolía o la soledad del poeta. Tomemos, por ejemplo, estos versos del español Antonio Machado (1875-1939) que describen el parque nevado, el suelo blanco, la nieve amontonada a los lados de los senderos, las ramas negras. Solo en el invernadero se refugia el color de los naranjos y la palmera. Un viejo, solitario y mal abrigado, se entibia con el pálido sol del mediodía:
Sol de inviernoEs mediodía. Un parque.
Invierno. Blancas sendas;
simétricos montículos
y ramas esqueléticas.
Bajo el invernadero,
naranjos en maceta,
y en su tonel, pintado
de verde, la palmera.
Un viejecillo dice,
para su capa vieja:
«¡El sol, esta hermosura
de sol!...» Los niños juegan.
El agua de la fuente
resbala, corre y sueña
lamiendo, casi muda,
la verdinosa piedra
De Soledades, Galerías y otros poemas (1907).
Bien diferente es la perspectiva que elige el nicaragüense Rubén Darío (1867-1916), figura principal del modernismo hispanoamericano, en el soneto que le dedica al invierno. Una dama de París abrigada con hermosas pieles se adormece al calor del fuego, junto a su gato que ronronea en su elegante falda. La protección del hogar, los privilegios de la riqueza permiten que el invierno y el frío queden fuera de ese salón protegido y cálido, embellecido con finos objetos traídos de países exóticos.
De invierno
En invernales horas, mirad a Carolina.
Medio apelotonada, descansa en el sillón,
envuelta con su abrigo de marta cibelina
y no lejos del fuego que brilla en el salón.
El fino angora blanco junto a ella se reclina,
rozando con su hocico la falda de Alençón,
no lejos de las jarras de porcelana china
que medio oculta un biombo de seda del Japón.
Con sus sutiles filtros la invade un dulce sueño:
entro, sin hacer ruido: dejo mi abrigo gris;
voy a besar su rostro, rosado y halagüeño
como una rosa roja que fuera flor de lis.
Abre los ojos; mírame con su mirar risueño,
y en tanto cae la nieve del cielo de París.
De Azul (1888).
Si quisiéramos ponerle música a la escena creada por Darío, seguramente la obra más adecuada sería el Concierto N.° 4 «Invierno», de Las cuatro estaciones, de Antonio Vivaldi (1678-1741). Mientras que en el inicio de ese concierto la música imita los efectos del frío, el temblor y el castañetear de los dientes, en el segundo movimiento los violines evocan el placer de refugiarse en el hogar al calor del fuego.
Para saber más
Los solsticios en el sitio del Planetario de Buenos Aires
Las construcciones de Stonehenge
El rapto de Proserpina, de Bernini
La vida y la obra de Antonio Vivaldi, y un análisis de Las cuatro estaciones
Ficha
Publicado: 26 de junio de 2013
Última modificación: 16 de octubre de 2013
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Autor/es
María Elena Ques
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