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Inés Dussel: formación docente y culturas contemporáneas (primera parte)
«Los chicos hoy tienen un mundo mucho más amplio que el que teníamos nosotros de niños, pero no hay que adoptar una actitud acrítica o solo celebratoria, sino también ayudar a ver qué usos hacen de las nuevas tecnologías, si pueden entender sus lógicas, si pueden apropiarse de ellas, si pueden tomarlas y distanciarse cuando lo necesitan».
¿Quién es Inés Dussel?
Es la coordinadora del Área Educación de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), sede Argentina, y profesora asociada en la Escuela de Educación de la Universidad de San Andrés, de la Argentina. Es licenciada en Ciencias de la Educación por la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, Ph.D. en el Department of Curriculum & Instruction, University of Wisconsin-Madison, y M. A. en Educación y Ciencias Sociales de la Flacso.
Dirige el proyecto de acción: “Nuevos medios para el tratamiento de la diversidad en las escuelas: Producción de materiales y formación docente”, financiado por la Fundación Ford.
Ha escrito cinco libros, compilado otros dos, y publicó más de 40 artículos y capítulos de libros en medios argentinos e internacionales.
En esta entrevista habla de sus mentores intelectuales, de Cecilia Braslavsky como su “maestra en el mejor y mayor sentido de la palabra”; del trabajo de enseñar y de educar la mirada –la de docentes y alumnos y la del discurso público sobre la escuela; de las opiniones sobre la escuela que tienen profesores y alumnos, y de qué hay que enseñar y por qué.
Por Verónica Castro
—¿Qué autores influyeron en tu pensamiento?
—Es una lista larga, son muchos. Voy a tratar de hacer un orden por aparición cronológica. Primero fue la lectura del marxismo y de los marxistas latinoamericanos, en mi primera época de facultad, tratando de entender la organización de la sociedad y cómo pensar nuestras sociedades. Después empecé a trabajar en la cátedra de Historia General de la Educación, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, con Cecilia Braslavsky. Cecilia fue mi maestra en el mejor y mayor sentido de la palabra: dándome libros para leer (por ejemplo El queso y los gusanos, de Carlo Ginzburg, una lectura que todavía hoy aprecio), ayudándome a dar profundidad a los argumentos con la sociología de Bourdieu o con la perspectiva histórica alemana, transmitiéndome su pasión por enseñar y formar a otros. Cecilia fue clave en mi etapa de formación, y lo siguió siendo en todos estos años.
Años después me fui a estudiar con Tom Popkewitz, a Wisconsin, Estados Unidos. Y fui allí porque sus textos me gustaban e interesaban. Él me abrió otras puertas, otras lecturas: Foucault, el postcolonialismo, la historia de la ciencia y Bruno Latour, la historia de las ideas… En los Estados Unidos empecé a leer más sostenidamente la filosofía política a partir de Jacques Derrida y de Jacques Rancière, y también de feministas como Judith Butler o Drucilla Cornell, o de teóricos de la política como William Connolly.
En estos años, de vuelta en la Argentina, aparecieron otros problemas. Creo que más bien lo que sentía era que no había autores, o no había libros, para dar cuenta de las situaciones que vivíamos después del 2001. Empecé a leer más libros de antropología y de política, sobre todo de autores latinoamericanos o asiáticos que buscaban explicar la “diferencia” respecto de la experiencia europea o norteamericana, la dislocación de estas partes del mundo, la convivencia del lujo con grandes injusticias. Entre esos autores, destaco a Arjun Appadurai, a Gayatri Spivak, y a autores que ya conocía pero que me decían cosas nuevas: García Canclini, Renato Ortiz, Guillermo O’Donnell…
Podría seguir, pero creo que ya fueron suficientes nombres. Indudablemente, los autores fueron introducidos por personas, por maestros o referentes que me fueron mostrando pistas y ayudándome a “leer otras cosas y de otras maneras” (como dice Jorge Larrosa, también maestro y amigo de estos últimos años).
—¿Qué libros recomendaría leer?
—En el último tiempo estoy leyendo muchos libros sobre la imagen en las sociedades contemporáneas, porque estoy trabajando sobre el uso de las imágenes en las escuelas. Recomiendo Fábulas de lo visible, de Ángel Quintana, que habla del realismo en el cine, pero también en la TV, y desarrolla una idea que me gusta mucho: las imágenes, que nacen como documento sobre el mundo, acaban transformándose en un discurso sobre el mundo. Me parece que abre una cantidad de reflexiones sobre cómo solemos tomar las imágenes (como mera ilustración, no problemática, de una idea), y señala que hay que detenerse a mirarlas más de cerca, pensarlas en términos de cómo eligen representar un mundo (nuestro mundo). Y creo que a los educadores nos viene bien este tipo de lecturas: no sólo para pensar las imágenes sino también la transmisión de la lectura y la escritura, para pensar en la representación de la experiencia, para bucear en nuestra relación con la cultura. En la línea de las imágenes, el libro de Susan Sontag Ante el dolor de los demás me parece fundamental, una especie de tratado de moral contemporánea (como lo definió Beatriz Sarlo). Y me parece que sería muy bueno que fuera de lectura obligatoria para los docentes, porque habla de cuestiones centrales hoy: qué vemos, qué sabemos, qué hacemos con eso que vemos y sabemos, qué lugar ocupa hoy la educación en el contexto de la formación ética y política. Además, está muy bien escrito.
Hay muchos otros libros que podría recomendar. Me siguen entusiasmando el de Philippe Meirieu –Frankenstein educador–, que me dice cosas nuevas cada vez que lo leo, y que, como yo lo entiendo, habla sobre las paradojas y dilemas de los educadores. Y el libro de Jacques Rancière El maestro ignorante, pese a que tiene sus años me sigue pareciendo una buena provocación para no perder la autocrítica, para preguntarse en nombre de qué o de quién educo.
—En su libro Más allá de la crisis. Visión de alumnos y profesores de la escuela secundaria argentina (2007) –una investigación de alcance nacional– se ve reflejado el lugar positivo que todavía siguen ocupando la escuela y el ser docente, más allá de la crisis de la educación. ¿Cómo son los índices para el sector, cuántos jóvenes eligen hoy ser profesores?
—La investigación buscó relevar las opiniones sobre la escuela de profesores y alumnos. Es una investigación que hice con Andrea Brito y con Pedro Núñez, y que fue publicada por la Fundación Santillana. Nos llamó la atención el grado de consenso y de apoyo que tienen algunos enunciados muy optimistas sobre la escuela, por ejemplo que la escuela ayuda a mejorar las oportunidades, algo que se decía en los años 60 cuando se confiaba en que mayor educación daba lugar a mejores ingresos y mejores trabajos, cosa que la historia fue desmintiendo, al menos en ciertos períodos de nuestra historia. Pero no hablamos tanto de la realidad sino de lo que la gente cree que sucede: hay mucha confianza en que la escuela produce mejoras para quien está allí, y en que va a habilitar mejores futuros. Eso se ve también en el crecimiento de la matrícula escolar de los últimos 20 años, que fue muy importante en el nivel secundario (casi un 15%). Hay una apuesta social fuerte por la escolaridad. Eso no quiere decir que no haya problemas: por ejemplo, las altas tasas de abandono y de repitencia escolares, o los niveles de desigualdad entre escuelas en lo que hace a años de escolaridad, tipo de enseñanza que reciben, recursos con que cuentan, entre muchos otros aspectos. Pero creo que ese dato habla de que la escuela sigue canalizando una expectativa social fuerte, y ese es un buen punto de partida para moverse en otras direcciones.
Sobre la cantidad de jóvenes que eligen hoy ser profesores, creo que rondan los 225.000. La docencia hoy es una profesión que resulta interesante para algunos jóvenes, porque permite un trabajo estable, un empleo seguro, beneficios sociales, que pueden no ser fabulosos pero que son mejores que buena parte de los empleos precarios que se ofrecen a los jóvenes. Y creo que también hay algo de esta mística educacionista que se recrea en las nuevas generaciones: muchos futuros docentes hablan de las ganas de enseñar y de aportar su granito de arena para la educación de los chicos, con un horizonte de justicia social, con una preocupación por los excluidos.
—¿Qué expectativas tienen los profesores sobre su profesión? ¿De qué formas sueñan enseñar?
—En nuestra investigación preguntamos más sobre lo que opinan sobre el presente que sobre sus expectativas. Los profesores, pese al malestar que enuncian en entrevistas grupales, cuando son consultados en forma individual se refieren a sus escuelas como lugares seguros, protectores, como lugares agradables. Eso nos sorprendió un poco, porque estábamos más acostumbrados a escuchar la queja, y a pensar en términos del malestar y la crisis. Creo que ambas cuestiones son ciertas: hay motivos para el malestar, pero también hay espacios donde se pueden desarrollar otras cosas, y donde el trabajo con otros aporta satisfacciones.
Un elemento de la investigación es digno de más atención. Les preguntamos a los profesores qué es lo que más valoran de su tarea de enseñar, y ellos se refirieron en primer lugar (y contundentemente) a la transmisión de valores. Una profesora lo dijo claramente: “si no les puedo enseñar, al menos les inculco ser mejores personas”. Sin desmerecer el espacio de la formación ética, que es básica para todos, me parece que ahí hay un problema. Habría que rastrear si no se está produciendo cierta “renuncia a enseñar” en contextos difíciles y con cuestionamientos fuertes de los adolescentes. Cuando digo renuncia no busco culpabilizar a los docentes ni mucho menos; creo que hay que entender que esas actitudes o conclusiones surgen después de muchas frustraciones y de sentirse muy solos en su trabajo. Lo que me parece es que hay que tomarlas como un alerta, y como un pedido de ayuda para sostener el trabajo de enseñar. La otra cuestión que me preocupa es que los educadores tenemos que tener un discurso público claro que diga que la escuela, antes que nada, tiene que abrirnos la puerta a otros desafíos intelectuales, darnos otros lenguajes, enriquecer nuestras herramientas para entender y movernos en el mundo.
—Y los alumnos ¿qué esperan de la escuela, qué quieren que les enseñen?
—Ese fue otro elemento que nos sorprendió en la investigación: los alumnos mostraron opiniones y evaluaciones mucho más positivas de las escuelas de lo que esperábamos, e incluso más positivas, en algunos casos, que las de sus profesores. Los chicos valoran que la escuela sea un espacio donde se les reconocen y se les enseñan derechos, donde los tratan dignamente, donde pueden debatir, donde tienen un lugar. Creo que eso es algo que no valoramos suficientemente. Yo fui a la escuela en la dictadura, y no era un espacio para debatir, para plantear derechos, para sentirse cuidado y protegido. Me parece que ese elemento no tiene que pasar desapercibido, porque si no parece que estamos siempre en el mismo punto, o nos sentimos cada vez peor. Me parece que ese tipo de diagnósticos sobre la escuela, tan absoluta y masivamente pesimistas, deja de lado otras cosas que también tienen lugar en las escuelas y que hablan de lo compleja que es la institución escolar, y de por qué muchos sectores sociales todavía sostienen la apuesta por la escolarización.
Por otro lado, los alumnos que encuestamos en la investigación demandan que la escuela tenga más espacios expresivos, más arte, más deportes y espacios de trabajo con el cuerpo, más computación, más idiomas extranjeros. Me parece que en esas demandas hay de todo: algo de lo que pide el mercado de trabajo (inglés y computación) pero también más márgenes de libertad, más posibilidad de encontrar elementos nuevos y creativos, más espacios donde apropiarse de los saberes que les proponemos.
—Las diferencias que surgen entre los docentes y los alumnos son obviamente también generacionales. El psicoanalista Julio Moreno ya en el 2004, en una entrevista que le hicimos hablaba de los “niños adultos”, de una alianza de los niños con los medios informáticos y de comunicación y con la virtualidad cultural que ha logrado invertir el discurso infantil de la modernidad, basado en la suposición de que los interrogantes de los chicos tienen respuestas en la mente de los adultos. ¿Qué cambios ha traído esto en la escuela y en la forma en que los chicos aprenden?
—Creo que no tenemos tantas investigaciones o reflexiones sobre cómo los chicos aprenden en estas nuevas condiciones, y si de verdad es tan distinto de cómo aprendían antes. Sinceramente, creo que nos falta mucha más investigación y seguimiento de qué hacen los chicos con las computadoras, de cómo ven la televisión, y sobre cómo esos aprendizajes se transfieren o no se transfieren a otras áreas de conocimiento. Conozco la investigación de Sherry Turkle en Estados Unidos (publicada con el título de La vida en pantalla, otro libro que recomiendo), que me parece que da algunas pistas de que los chicos realizan otras operaciones que las que hacemos los adultos educados en forma más tradicional, secuencial, y con necesidad de explicaciones pautadas. Pero habría que ver si esto último se aplica a todos los adultos, o sólo a ciertas capas muy educadas (los universitarios, por ejemplo, acostumbrados a un nivel de reflexividad que no todos tienen). Y también si se parece a lo que les pasa a los chicos argentinos, y en distintos sectores sociales, con distintos usos de la tecnología y con distintos horizontes. Me parece que eso es algo que recién estamos comenzando a plantearnos como objeto y como problema.
Pero además, creo que la escuela, por lo menos la escuela argentina, no siempre tiene esto en el horizonte. No reconoce que los chicos chatean hasta cualquier hora de la noche, y creen que en internet nada más se busca información, o se mandan mensajes inocuos, o “se arruina el lenguaje por las faltas de ortografía”, cuando en realidad pasan muchas otras cosas. Hay toda una construcción de identidades, de relaciones, de mundos, que sólo son posibles por la aparición de las nuevas tecnologías. Sobre esto sabemos poco, pero creo que tenemos que irnos animando a pensarlo e investigarlo junto a nuestros alumnos. En el último número de El Monitor de la Educación sobre las nuevas alfabetizaciones, publicamos un artículo de una docente de Santa Fe donde cuenta la experiencia que hicieron con un grupo de alumnas sobre el uso del chat, de las abreviaturas y de los íconos. La docente les propuso a sus estudiantes que investigaran sobre si se expanden estas nuevas formas de escritura a las carpetas de clase o a otros tipos de escritura, y encontraron que no, que están acotadas al chat. Creo que este tipo de indagaciones es muy valioso, porque nos pone junto a los chicos en el camino de entender, y ayudarlos a entender a ellos, cuáles son estas nuevas condiciones, qué se gana y qué se pierde, y pensar si hay otras maneras de usar las nuevas tecnologías que enriquezcan sus lenguajes y experiencias, y que no las empobrezcan. Me parece que los chicos hoy tienen muchos más recursos a mano –aun los de los sectores más empobrecidos– y que tienen un mundo mucho más amplio que el que teníamos nosotros de niños, pero me parece que no hay que adoptar una actitud acrítica o sólo celebratoria, y que hay que ayudar a ver qué usos hacen de esos recursos, si pueden entender sus lógicas, si pueden apropiarse de ellos, si pueden tomarlos y distanciarse cuando los necesitan, entre muchos otros aspectos.
Fecha: Agosto de 2007
Ficha
Publicado: 29 de agosto de 2007
Última modificación: 26 de febrero de 2020
Audiencia
Docentes
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Nivel
Secundario
Categoría
Entrevistas, ponencia y exposición
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Autor/es
Verónica Castro
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