Poemas de Amado Nervo

La bella del bosque durmiente Tu amada muerta es como una princesa que duerme. Su alma, en un total olvido de sí misma, flota en la noche. Mas si tú persistes en quererla, un día esta persistencia de tu amor la recordará. Su espíritu tornará a la conciencia de su ser, y sentirás en lo íntimo de tu cerebro el suave latido de su despertar y el influjo inconfundible de su vieja ternura que vuelve... Comprenderás entonces, merced a estos signos misteriosos, que una vez más el amor ha vencido a la muerte.
Eternidad
¡La muerte! Allí se agota todo esfuerzo, allí sucumbe toda voluntad. ¡La Muerte! ¡Lo que ayer fue nuestro Todo hoy sólo es nuestra Nada!... ¡Eternidad! ¡Silencio!... El máximo silencio que es posible encontrar. ¡Silencio!... ¡Ultrasilencio, y no más! ¡Oh, no más! ¡Ni una voz en la noche que nos pueda guiar! Ana, razón suprema de mi vida, ¿dónde estás, dónde estás, dónde estás? Se abisma en el abismo el pensamiento, se enlobreguece, ¡al fin!, todo mirar en esta lobreguez inexorable, y desespera, a fuerza de esperar, la más potente de las esperanzas.             ¡Eternidad, eternidad!
Señuelo
La muerte nada quiere con los tristes.
Subrepticia y astuta,
aguarda a que riamos
para abrirnos la tumba
y, con su dedo trágico, de pronto
señalarnos la húmeda
oquedad, y empujarnos brutalmente
hacia su infecta hondura.

Mas yo tengo tal gana de que venga,
que voy a ser feliz para que acuda,
para que sea mi reír señuelo,
y ella caiga en la trampa de venturas
ruidosas, que en el fondo son tristezas...

¿La engañaré? ¡Quizá, si tú me ayudas
desde la eternidad, oh inmarcesible
amada, oh novia única,
cuyos besos de sombra
he de reconquistar, pese a la Enjuta
que te mató a mansalva hace once meses,
dejando a un infeliz por siempre a obscuras!