Después que todos se desearon buena salud de mente y de cuerpo, Trimalción se volvió hacia Nicerote y le dijo: “Solías ser más jovial en el banquete; no sé qué pasa, ahora callas y no dices ni mu. Te ruego, si quieres hacerme feliz, que cuentes algo que te haya ocurrido”. Nicerote, deleitado por la afabilidad de su amigo, respondió: “Que se me escapen todos los buenos negocios si no hace rato que reviento de alegría porque te veo tan dichoso. Y bien, que la alegría no se turbe, aunque temo a estos sabihondos, que no se rían de mí. Que se rían, contaré igual un cuento; ¿qué me saca el que se ríe? Es preferible que se rían con uno y no de uno”. Dichas estas palabras, comenzó el siguiente relato:
“Cuando todavía era yo esclavo, vivíamos en una callejuela angosta; ahora está allí la casa de Gavila. En esa casa me enamoré, como a veces lo quieren los dioses, de la mujer del tabernero Terencio: conocéis a Melisa la tarentina, una hermosísima gordita de movedizas redondeces. Pero yo, por Hércules, no la quería por su cuerpo o para saciar mis deseos, sino porque era de buen corazón. Lo que le pedí, nunca me lo negó; si ganaba un as, me daba la mitad; todo lo que tuve lo deposité en su seno, y nunca me defraudó, su compañero murió allí, en su casa de campo. Entonces traté por todos los medios de llegar hasta ella: como sabéis, en los apuros se ven los amigos.
Por casualidad mi dueño había ido a Capua a vender un montón de cosas viejas. Aprovechando la ocasión persuado a un huésped nuestro a que venga conmigo hasta el quinto miliario. Era un soldado, fuerte como Orco[1]. Nos hicimos humo al primer canto del gallo, la luna brillaba como si fuera de día. Llegamos a las tumbas: nuestro hombre se puso a defecar en medio de las tumbas, mientras yo me aparté tarareando un cantito y contando las lápidas. Luego, cuando miré a mi compañero, vi que se desnudaba y ponía toda su ropa junto al camino. A mí se me vino el alma a la nariz, me quedé como muerto. Pero él meó alrededor de sus vestimentas y de repente se transformó en un lobo. No penséis que bromeo; ningún bien valdría tanto como para que mintiera en este punto. Pero, como había empezado a decir, después que se volvió lobo, comenzó a aullar y huyó hacia el bosque. Yo al comienzo no sabía dónde estaba, pero luego me acerqué para tomar sus vestimentas: se habían transformado en piedra. ¿Quién tenía allí más temor de morir que yo? Pero saqué la espada y golpeé las sombras[2], hasta que llegué a la villa de mi amiga. Y entré como un muerto, casi exhalé el alma; el sudor me chorreaba hasta el fondo de la espalda, mis ojos parecían sin vida, me repuse con gran dificultad. Mi Melisa empezó a asombrarse de que yo anduviera por ahí tan tarde, y me dijo: ‘Si hubieras venido antes, al menos me habrías ayudado, pues un lobo entró en la villa y atacó a todo el ganado, hizo sangrar a los animales como un carnicero. Pero si escapó, no le fue como para reírse, pues uno de nuestros esclavos le atravesó el cuello con una lanza’. Cuando oí esto ya no pude cerrar los ojos, sino que, como ya era día claro, hui a la casa de nuestro Gayo como un tabernero zurrado[3], y luego que llegué al lugar donde las vestimentas se habían transformado en piedra, nada encontré sino sangre. Y cuando llegué a mi casa, mi soldado yacía en su cama como un buey, y un médico le curaba el cuello. Me di cuenta de que era un hombre-lobo, y después no pude gustar con él ni un trozo de pan, ni aunque me azotaran. Que otros vean qué piensan de esto; si miento, que vuestros Genios tutelares me sean hostiles”.
Petronio, Satiricón, pág. 61-64. Buenos Aires, Eudeba, 2002.
(Traducción de E. Prieto)
[1] Este Orco, dios de los infiernos, parece corresponder más bien a la imagen popular que de él nos dan las tumbas etruscas, donde aparece como un gigante hirsuto y barbudo, de aspecto poco tranquilizador. La helenización de las divinidades romanas lo hizo equivaler luego simplemente al Plutón de los griegos, que inspiraba un temor más abstracto. La comparación del texto puede ser ya proverbial para ejemplificar la fortaleza física.
[2] […] Es superstición popular muy difundida la de que el contacto con el hierro protege de la magia verbal y aleja los malos espíritus. […]
[3] […] Se trata seguramente de una expresión popular y habitual que alude a situaciones frecuentes en las representaciones teatrales populares, donde debía de ser común el personaje del tabernero zurrado o que corre detrás de un ladrón […]