El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger (fragmento)

“Al final me senté en un banco en un sitio donde no estaba tan oscuro. ¡Jo! Seguía tiritando como un imbécil y, a pesar de la gorra de caza, tenía el pelo lleno de trocitos de hielo. Aquello me preocupó. Probablemente cogería una pulmonía y me moriría. Empecé a imaginarme muerto y a todos los millones de cretinos que acudirían a mi entierro. Vendrían mi abuelo, el que vive Detroit y va leyendo en voz alta los nombres de todas las calles cuando vas con él en el autobús, y mis tías –tengo como cincuenta–, y los idiotas de mis primos. Cuando murió Allie vinieron todos y había que ver qué hatajo de imbéciles eran. Según me contó D. B., una de mis tías, la que tiene una halitosis que tira de espaldas, se pasó todo el tiempo que daba gusto la paz que respiraba el cuerpo de Allie. Yo no fui. Estaba en el hospital por eso que les conté de lo que me había hecho en la mano. Pero, volviendo a lo del parque, me pasé un buen rato sentado en aquel banco preocupado por los trocitos de hielo y pensando en que iba a morirme. Lo sentía muchísimo por mis padres, sobre todo por mi madre, que aún no se ha recuperado de la muerte de Allie. Me la imaginé sin saber qué hacer con mi ropa, y mi equipo de deporte, y todas mis cosas.”