"Rosaura a las diez", de Marco Denevi (fragmento)

Narrador: Milagros Ramoneda, dueña de la pensión La madrileña: Con una vocecita aguda, quebrada de gallos, me preguntó: –¿Aquí, este, aquí alquilarían un cuarto con pensión? Y esto me lo preguntaba debajo de un gran letrero rojo que decía: Se alquilan cuartos con pensión. –Sí, señor –le contesté. –¡Ah! –dijo, y se quedó callado, dando vueltas al sombrerete entre las manos y mirando para todos lados, como si buscase quien viniera a proseguir la conversación por él. Como no estábamos más que él y yo, al cabo de unos minutos, opté por ser yo la que continuase hablando: –¿Usted quiere alquilar una pieza? –Este, sí, señora. –¿Toda la pieza para usted? –Este, sí, señora. –Quiero significarle, ¿sin compañero? (Esto es pura fórmula, ya que en aquel entonces tenía varios cuartos desocupados). –Este, sí, señora. –¡Ah! –dije, y aquí me pareció oportuno quedarme a mi vez callada y mirarlo fijamente. El puso cara de intenso sufrimiento e hizo como que miraba a una y otra esquina de la calle. Pero a mí con ésas. El revoleo de ojos a izquierdas y derechas era solo un pretexto para poder pasarme rápidamente la vista por la cara y espiar qué es lo que yo haría. Pero yo no hacía nada, sino mirarlo. Así nos estuvimos un buen rato, los dos de pie, él en la vereda, yo en el umbral de la puerta, sin hablar y estudiándonos mutuamente. “Vamos a ver quién gana”, pensaba yo. Pero el hombrecito seguía mudo y vigilando las esquinas, como si deseara irse y yo no lo dejase. La galera giraba entre sus manos. Y aunque la mañana era fría, el sudor comenzaba a correrle por la frente. Cuando su cara fue ya la cara de un San Lorenzo que empieza a sentir el fuego de la parrilla donde lo asan, tuve piedad. –¿Su profesión? –le pregunté. Dio un larguísimo suspiro, como si durante todo aquel tiempo hubiera estado conteniendo el aliento, y: