La Guerra y la Gloria
La guerra de Malvinas dejó una enorme cantidad de muertos en el
territorio helado que se fue a reconquistar. Esos muertos fueron
víctimas, pero no del ejército hiperprofesional británico que fácilmente
los masacró, sino de una junta militar que los envió a morir como parte
de un plan macabro para mantenerse en el poder. El plan era macabro
porque esa junta buscaba tiempo para diluir los crímenes que había
cometido durante su gestión, marcada por el desprecio por la vida y por
la enajenación del patrimonio nacional, al que postularon defender en
Malvinas. Hay una terrible incongruencia entre ese poder militar que
lleva la deuda externa a 45 mil millones de dólares (por medio de
Martínez de Hoz y su equipo, todos muy dedicados a la defensa de la
«soberanía nacional») y los generales que invaden Malvinas para
recuperar un pedazo de territorio y, junto con él, el orgullo de la
nación. Hay una dolorosa paradoja que los ex combatientes
de Malvinas deben sobrellevar: sufrieron y murieron (no por la soberanía
y la gloria de la patria, como quisieron hacerlo y como reconfortaría
creer que lo hicieron) sino como parte de un proyecto antidemocrático,
bélico-político, que buscó limpiar con una «guerra limpia» los horrores
de una «guerra sucia». Esto no le quita dignidad a ninguno de los
caídos. Al contrario: los queremos más por haber caído como víctimas de
la debacle de un régimen tenebroso. Muchos argentinos quieren y abrazan
a los argentinos de Malvinas porque –consideran– son los «otros
desaparecidos», las «otras» víctimas de la dictadura. Quienes murieron
en esa guerra no murieron por la causa justa; murieron como parte del
plan de una junta macabra. Esto no quita honor ni jerarquía al
padecimiento de los caídos, pero les quita gloria. Cosa que los vuelve
más entrañables, más queribles para muchos de nosotros, que no sólo
abominamos de la guerra sino, muy especialmente, de la junta genocida
que la impulsó. Insistamos en esto: Malvinas, para Galtieri y los suyos,
fue el intento de borrar las atrocidades de la guerra sucia con los
laureles triunfales de una guerra limpia. La guerra limpia se transformó
en otra guerra sucia, ante todo porque al frente de la guerra limpia
estuvieron quienes habían hecho la sucia. Al frente de niños que apenas
sabían manejar un fusil se puso a criminales como Alfredo Astiz, que se
rindió (con sus «temibles» lagartos, quienes supuestamente eran tan
temibles que barrerían a los ingleses) sin batallar, cobardemente. Y se
castigó a los chicos de la guerra, se los dejó morir, ser masacrados por
los profesionales soldados británicos. Luego, ellos
volvieron. Fue un regreso sin gloria. Los años pasaron y algunos
intentan reivindicar una guerra que tuvo el fin pérfido de afianzar un
régimen de crueldad y atrocidades sin nombre. Otros asumen la verdad y
eligen un camino extremo, que puede y debe ser evitado: el del suicidio.
La dura verdad que hay que sobrellevar es la de este país, es la que
todos compartimos: no hay gloria en la que podamos ampararnos […].
Pero en el final sus protagonistas están igualmente desolados: no
hay gloria. Quienes lucharon en España por la República podrán contar
hasta el último de sus días la gesta que los incluyó, igual los
militantes antinazis, los resistentes italianos o franceses, los
combatientes de la Cuba revolucionaria o los que estuvieron junto a
Salvador Allende. No tenemos esa suerte. […] La gloria de
saber que los queremos, no porque hayan peleado una «guerra justa», sino
porque fueron víctimas –como muchos otros, como muchos honestos
militantes de la izquierda de los 70, que terminaron por ser llamados
«perejiles»–; la gloria de saber que los llevamos en nuestro corazón
porque son argentinos, porque son parte de un país con más muertos y
víctimas que gloria. Al compartir ese destino y desentrañar sus causas
para no repetirlo, estamos junto a ellos.
Fuente:
José Pablo Feinmann, Página/12,
31 de marzo de 2002.