Héctor Tizón en Yala.
Hace ya muchos años, cuando yo era un niño, a Yala solo se podía llegar
por tren; en los prolongados veranos, que aquí van de noviembre a marzo,
el estiaje de los ríos cortaba los caminos y nadie —hombre ni bestia— se
atrevía a desafiar sus torrentes desmadrados y rugientes que a su paso,
cuesta abajo, arrastraban piedras, troncos muertos y árboles arrancados de
cuajo.
Yala entonces, un pueblo no más grande y numeroso que un par de familias,
gozaba de autonomía, la gente moría longeva y era enterrada en el
camposanto que entonces estaba junto a la antigua y pequeña iglesia.
Contaba el pueblo con dos boliches ejemplares, un peluquero ambulante, un
loco manso y patético como Job, dos ingleses, un húngaro, que enseñó en mi
casa a fabricar embutidos de hígado de ganso, una bruja que había perdido
la gracia y un lapidario, no de piedras preciosas ni de mármol, sino de
cantos rodados y lajas.
Aquí puede decirse que he nacido y aquí estoy sintiendo cómo transcurre la vida. No ha cambiado mucho, salvo la velocidad, que ha muerto a las distancias. Aunque ahora ya hay muchos que no nos conocemos. Pero, en lo que importa, todo está como lo veían mis ojos cuando se deslumbraban con la luz y la oscuridad y las tormentas y las nubes amontonadas vagabundas en el cielo. Ya no está aquí la dulce voz de mi madre ni los silencios de mi padre. Ya no está Madreselvas en flor ni hay Noche de ronda en la victrola familiar. Pero sí están y seguramente estarán sus altas montañas verdes y sus bosques y sus lagunas, sus cielos surcados por bandadas de golondrinas y de loros que se turnaban en sus exilios y regresos, y apenas dejo que mis recuerdos escapen, escucho el gorgotear de aguas que se deslizan con indisciplina en el silencio, y casi siempre en mis paseos por los callejones de Yala, me cruzo con Hesíodo, con el Buen Ladrón, con la Celestina o Estebanillo González, con un campesino que fue tripulante del Pequod, con una mujer del coro griego con sus paños de luto, con un parroquiano de las tabernas de Chaucer, con un discípulo de Jesús. También veo a Shylock despachando harina al menudeo en su almacén y anotando ávidamente en las libretas de al fiado de sus clientes; a todos los habitantes de Fuenteovejuna, al cochero de un sueño de Quevedo, a Huckleberry Finn; veo el esplendor de una siesta en Typasa y una puesta de sol en Laponia; al Diablo de Fausto, pero jugando a la taba. Y escucho ladrar a los perros del porquero de Ulises. Me cuentan de una ciega que recuperó la vista al golpear la cabeza contra un poste, y de un peón ferroviario, que atormentado por los celos, balaceó la fotografía de su mujer. Escucho hablar de los ómnibus que llegan de La Quiaca y el eco de las palabras de aquellos que esperaban las naves de Sidón y Tiro o los bajeles vikings. Hay un rasgueo de guitarra común a Lorca, Santos Vega y Borges, y un paisaje de bruma y de verde que ya ha sido señalado por Baroja. Yo he llevado una canasta y compro vino y pan y vuelvo a comprobar que esa hambre y esa sed no hacen más que reflejar como en una sucesión de espejos el antiguo ritual. Y pienso, o siento —que es pensar con ganas— que el símbolo encarnado en Jesucristo, vida, pasión y muerte, no es más que la repetición de ese sueño soñado por el viejo Heráclito.
Todos en realidad, al cabo de los años, llevamos Yala en el fondo de nuestro corazón.
Héctor Tizón nació el 21 de octubre de 1929, en Yala, un pequeño pueblo de la provincia de Jujuy, un caserío íntimo enclavado entre montañas, bosques y lagunas, en el camino que sube a la Quebrada de Humahuaca, a 12 kilómetros de la capital, San Salvador. Allí mismo, en un aula para todos los grados, «en forma salteada, cuando la escuela funcionaba», realizó sus estudios primarios. Entre 1943 y 1948 vivió en Salta, donde cursó el secundario y publicó sus primeros cuentos en el diario El Intransigente. En 1949 se radicó en La Plata y cursó la carrera de Derecho, título que obtuvo en 1953 y que le valió, a partir de 1958, una carrera diplomática que supo capitalizar para su literatura: durante su estancia en México como agregado cultural, se vinculó, entre otros, con los escritores Juan Rulfo, Ernesto Cardenal, Ezequiel Martínez Estrada, Augusto Monterroso y Tomás Segovia. También en México, publicó, en 1960, su primer libro, el volumen de relatos A un costado de los rieles. Ese mismo año fue enviado como cónsul a Milán.
En 1962, renunció a la Cancillería y regresó a su tierra, donde se desempeñó, fugazmente, como ministro de Gobierno, Justicia y Educación. Lejos ya de las funciones públicas, dirigió, meses después, el diario Proclama y se abocó de lleno a la literatura y la abogacía y, en gran medida, también a los viajes: entre 1963 y 1975 recorrió Europa y África, llegó a Turquía; largamente caminó la Puna y la Quebrada de Humahuaca. Cada regreso —esa pasión tan suya— le ofrendó, indefectiblemente, el renovado amor por la propia tierra. En 1976 emprendió, no obstante, otro viaje, más obligado y triste: tras el golpe militar que inició el oscuro Proceso de Reorganización Nacional, Héctor Tizón se exilió en España. Paralizado, pasó allí los primeros cinco años sin escribir; trabajó en editoriales, diarios y revistas y colaboró, como dactilógrafo, en las traducciones que su mujer, Flora Guzmán, realizaba para la editorial Siglo XXI. En 1982 regresó a la Argentina y, una vez más, a Yala. Allí siguió viviendo, escribiendo, siendo íntegramente Héctor Tizón. Allí conoció, a su vez, el reconocimiento que, lenta pero sostenidamente, le llegó del país y del extranjero. Más tarde se desempeñó también como juez de la Corte Suprema de Justicia de su provincia.
Homenaje constante y tácito a sus orígenes, sus libros están hoy traducidos al francés, al inglés, al alemán, al ruso y al polaco y le valieron, entre otras distinciones, la de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras, otorgada por el Gobierno francés, el Premio Consagración Nacional y, en 1999, el Premio Dos Océanos, concedido por el Festival de Cines y Culturas de América Latina de Biarritz.
Su literatura nace de historias que, generación tras generación, la gente de su pueblo —de fuerte tradición altoperuana— se transmitió en forma oral. El escritor escuchó esos relatos desde muy chico. «Me los narraba mi ama de leche —cuenta— en un lenguaje especial, con palabras quechuas y castellanas, distinción que, luego, cuando empecé a leer libros, me planteó mi primera inquietud literaria: el choque entre un lenguaje y otro, entre el lenguaje de los escritores y el de la gente de mi pueblo». Lejos de las modas y del esnobismo intelectual, Tizón, ante esa disyuntiva, hizo prevalecer la voz de su tierra y, con calidad poética, la sumó al amplio registro de la mejor literatura.
Murió el 30 de julio de 2012 en San Salvador de Jujuy.
Obras de Tizón
Cuentos
A un costado de los rieles (1960)
El jactancioso y la bella (1972)
El traidor venerado (1978)
El gallo blanco (1992)
Novela
Fuego en Casabindo (1969)
El cantar del profeta y el bandido (1972)
Sota de bastos, caballo de espadas (1975)
La casa y el viento (1984)
El viaje (1988)
El hombre que llegó a un pueblo (1988)
Luz de las crueles provincias (1995)
La mujer de Strasser (1997)
Obra completa (1998)
Extraño y pálido fulgor (1999)
El viejo soldado (escrita durante
su exilio, publicada en 2002)
La belleza del mundo (2004)
Ensayo
La España borbónica (1978)
Tierras de frontera (2000)
No es posible callar (2004)