TEXTO n.º 1: “Dragónvolador”, de Ursula K. Le Guin

I

Iria

Los antepasados de su padre habían sido dueños y señores de un amplio y rico territorio en la amplia y rica Isla de Way. No reclamaron ningún título o privilegio en la corte en la época de los reyes, aunque durante todos los años oscuros que sobrevinieron después de la caída de Maharion gobernaron a su tierra y a su gente con mano firme, reinvirtiendo sus ganancias en las tierras, garantizando alguna clase de justicia, y deshaciéndose de tiranos mezquinos. A medida que el orden y la paz se iban restableciendo en el Archipiélago bajo el dominio de los hombres sabios de Roke, durante un tiempo, la familia y sus granjas y aldeas siguieron prosperando. Aquella prosperidad y la belleza de las praderas y de los altos pastos y de las colinas coronadas por robles convertían aquel territorio en un símbolo, por lo que la gente decía “tan gordo como una vaca de Iria” o “tan afortunado como un iriano”. Los señores y muchos habitantes de la zona agregaban aquel nombre al suyo propio, llamándose a sí mismos irianos. A pesar de que los granjeros y los pastores seguían temporada tras temporada, año tras año, y generación tras generación, tan firmes y prósperos como los robles, la familia que poseía la tierra cambió y fue decayendo con el tiempo y la suerte.

Una disputa entre hermanos por su herencia los dividió. Un heredero manejó mal lo que había heredado, con codicia, el otro con estupidez. Uno tenía una hija que se casó con un comerciante y trató de gobernar su herencia desde la ciudad, el otro tenía un hijo cuyos hijos tuvieron otra disputa, dividiendo así la tierra ya dividida. Cuando nació la niña llamada Dragónvolador, Iría, aunque era todavía una de las regiones de colinas y campos y praderas más hermosa de toda Terramar, era ya un campo de batalla de desavenencias y litigios. En las tierras de labranza solo quedaron malas hierbas, las granjas se quedaron sin techo, dejaron de utilizarse los ordeñaderos y los pastores siguieron a sus rebaños por la montaña para encontrar mejores pastos. La antigua casa que había sido el centro del territorio estaba medio en ruinas sobre su colina entre los robles.

Su dueño era uno de los cuatro hombres que se hacían llamar Señores de Iría. Los otros tres lo llamaban el Señor de la Antigua Iría. Pasó su juventud y gastó lo que le quedaba de la herencia en cortes judiciales y en las antesalas de los Señores de Way en Shelieth, intentando probar su derecho a todo el territorio, tal como había sido cien años atrás. Regresó fracasado y amargado, y pasó el resto de su vida bebiendo el fuerte vino tinto de su último viñedo y caminando por los límites de su terreno con una jauría de perros maltratados y mal alimentados, para mantener a los intrusos fuera de sus tierras.

Mientras estaba en Shelieth había contraído matrimonio con una mujer sobre la cual nadie sabía nada en Iría, porque era de alguna otra isla, según se decía, de algún lugar del oeste; y nunca había ido a Iría, porque había muerto dando a luz allí en la ciudad.

Cuando regresó a casa llevaba consigo a una hija de tres años. Se la entregó al ama de llaves y se olvidó de ella. Cuando estaba borracho a veces se acordaba de ella. Si podía encontrarla, la hacía quedarse de pie junto a su silla o sentarse sobre sus rodillas y escuchar todos los males que le habían sucedido a él y a la casa de Iría. Maldecía y lloraba y bebía y la hacía beber a ella también, haciéndole jurar que honraría su herencia y que le sería leal a Iría. Ella tragaba el vino, pero odiaba las maldiciones y las lágrimas, y las babosas caricias que les seguían. Escaparía, tan pronto como pudiera, si podía, y acudiría a los perros y a los caballos y al ganado. A ellos les había jurado que le sería fiel a su madre, a quien nadie conocía ni honraba ni le era fiel, excepto ella.

Cuando tenía trece años, el viejo viñero y el ama de llaves, que eran los únicos que quedaban en la casa, le dijeron al Señor que ya era hora de que le dieran su nombre a su hija. Le preguntaron si debían mandar a buscar al hechicero del Estanque del Oeste, o si la bruja de su aldea serviría. El Señor de Iria comenzó a gritar, furioso: —¿Una bruja de aldea? ¿Una bruja para darle a la hija de Irian su nombre verdadero? ¿O un traidor sirviente hechicero, uno de aquellos arrebatadores de tierras advenedizos que le robaron el Estanque del Oeste a mi abuelo? Si ese turón pone un pie sobre mis tierras, le soltaré los perros para que le saquen el hígado. ¡Id y decidle eso, si queréis! —Etcétera, etcétera.

La vieja Margarita volvió a su cocina y el viejo Conejo regresó a sus vides, y Dragónvolador, con sus trece años, salió corriendo de la casa y bajó así la colina hasta llegar a la aldea, y profirió las maldiciones de su padre a los perros, quienes, locos de excitación por sus gritos, ladraron y aullaron y salieron corriendo detrás de ella.

—¡Vuelve a casa, maldita perra de corazón negro! —gritó ella—. ¡Y tú también, arrastrado traidor! —Y los perros se callaron y regresaron sigilosamente a la casa con la cola entre las patas.

Dragónvolador encontró a la bruja de la aldea sacando gusanos de una herida infectada en la grupa de una oveja. El nombre de pila de la bruja era Rosa, como el de muchas otras mujeres en Way y en otras islas del Archipiélago Hárdico. A la gente que tiene un nombre secreto que contiene su poder como un diamante contiene luz, le gusta tener un nombre público común y corriente, como los nombres de otra gente.

Rosa estaba murmurando maquinalmente un sortilegio que se sabía de memoria, pero eran sus manos y su pequeño y afilado cuchillo los que hacían casi todo el trabajo. La oveja soportaba pacientemente el cuchillo afilado, sus ojos opacos, ambarinos, observando el silencio; solo pateaba de vez en cuando con su pequeña pata delantera izquierda y suspiraba.

Dragónvolador miraba con atención el trabajo de Rosa. Rosa sacó un gusano, lo dejó caer, le escupió encima y volvió a su tarea. La niña se apoyó contra la oveja, y la oveja se apoyó contra la niña, dando y recibiendo calor. Rosa extrajo, dejó caer y escupió sobre el último gusano, y dijo: —Ahora alcánzame ese cubo —lavó la llaga con agua salada. La oveja suspiró profundamente y de repente salió caminando del patio, camino a casa. Ya había tenido curación. —¡Machito! —gritó Rosa—. Un mugriento niño apareció por debajo de un arbusto, donde había estado durmiendo y persiguiendo a la oveja, de quien estaba nominalmente a cargo a pesar de que ella era más vieja, más grande, estaba mejor alimentada y probablemente fuera más sabia que él.

—Me han dicho que deberías darme un nombre —dijo Dragónvolador—. Mi padre se puso furioso al oírlo, así que no hay nada que hacer.

La bruja no dijo nada. Sabía que la niña tenía razón. Una vez que el Señor de Iria decía que permitiría o no permitiría alguna cosa, nunca cambiaba de opinión, sintiéndose orgulloso de su inflexibilidad, ya que, desde su punto de vista, únicamente los hombres débiles decían una cosa y luego hacían otra.

—¿Por qué no puedo darme a mí misma mi propio nombre? —preguntó Dragónvolador, mientras Rosa lavaba el cuchillo y sus manos con el agua salada.

—No se puede.

—¿Por qué no? ¿Por qué tiene que ser una bruja o un hechicero? ¿Qué es lo que hacéis vosotros?

—Bueno... —empezó Rosa, y tiró el agua salada sobre la tierra desnuda del pequeño patio delantero de su casa, la cual, como la mayoría de las casas de las brujas, estaba situada un poco apartada de la aldea—. Bueno —repitió, enderezándose y mirando vagamente a su alrededor, como buscando una respuesta, o una oveja, o una toalla—. Tienes que saber algo acerca del poder, ¿sabes? —dijo por fin, y miró a Dragónvolador con un ojo. Su otro ojo miraba un poco hacia un lado. A veces Dragónvolador pensaba que el hechizo estaba en el ojo izquierdo de Rosa, a veces le parecía que estaba en el derecho, pero siempre un ojo miraba recto y el otro observaba algo que estaba fuera del alcance de la vista, detrás de la esquina, o en cualquier otro sitio.

—¿Qué poder?

—El único —dijo Rosa. Tan pronto como la oveja hubo desaparecido, entró en su casa. Dragónvolador la siguió, pero solamente hasta la puerta. Nadie entraba a la casa de una bruja sin ser invitado.

—Tú dijiste que yo lo tenía —dijo la niña ante la apestosa penumbra de la única habitación de la choza.

—Dije que había una fuerza en ti, una muy poderosa —dijo la bruja desde la oscuridad—. Y tú también lo sabes. Lo que debes hacer yo no lo sé, ni tú tampoco. Eso es lo que hay que descubrir. Pero no hay un poder que te permita nombrarte a ti misma.

—¿Por qué no? ¿Qué es más uno mismo que el propio nombre verdadero?

Un largo silencio. La bruja emergió con un huso y una bola de lana grasienta. Se sentó sobre el banco que estaba junto a la puerta y comenzó a girar el huso. Había hilado más de noventa centímetros de hilaza gris amarronada antes de contestar.

—Mi nombre soy yo misma. Cierto. Pero, entonces, ¿qué es un nombre? Es lo que otro me llama. Si no hubiera nadie más, solamente yo, ¿para qué querría un nombre?

—Pero... —dijo Dragónvolador y se detuvo, atrapada por el argumento. Después de un rato dijo: —¿Entonces un nombre tiene que ser un regalo?

Rosa asintió con la cabeza.

—Dame un nombre, Rosa —dijo la niña.

—Tu papá dice que no.

—Yo digo que sí.

—Aquí él es el que manda.

—Puede hacerme pobre y estúpida y despreciable, ¡pero no puede dejarme sin nombre!

La bruja suspiró, como la oveja, incómoda y pensativa.

—Esta noche —dijo Dragónvolador—. En nuestro manantial, el que está al pie de la Colina de Iria. Lo que no sepa no le hará daño.

Su voz parecía medio engatusadora, medio salvaje.

—Deberías tener tu debido día de nombramiento, tu fiesta y tu baile, como cualquier jovencito —le dijo la bruja—. El nombre debe darse al amanecer. Y después tiene que haber música y festejos todo el día. Una fiesta. No recibirlo escapando a escondidas por la noche sin que nadie lo sepa...

—Lo sabré yo. ¿Cómo sabes qué nombre decir, Rosa? ¿Te lo dice el agua? La bruja sacudió una vez su cabeza color gris hierro.

—No puedo decírtelo.

—Su “no puedo” no significaba “no lo haré”. Dragónvolador esperó. Es el poder, como te he dicho antes. Simplemente viene.

—Rosa dejó de hilar y levantó la vista para mirar con un ojo una nube que había hacia el oeste; el otro miraba un poco hacia el norte del cielo. —Estáis allí, en el agua, juntas, tú y la niña. Tú le quitas el nombre a la niña. La gente puede seguir utilizando ese nombre como nombre de pila, pero ya no es su nombre, ni siquiera lo fue. Así que ahora ya no es una niña, y ya no tiene nombre. Entonces esperas. Allí, en el agua. Y abres tu mente, como... como si abrieras al viento las puertas de una casa. Y él viene.

Tu lengua lo dice, dice el nombre. Tu aliento lo forma. Se lo das a aquella niña, el aliento, el nombre. No puedes pensar en ello. Dejas que entre en ti. Debe pasar a través de ti y el agua le pertenece. Ese es el poder, así es como funciona. Es así. No es algo que haces. Debes saber cómo saberlo dejar hacer. Ese es todo el poder.

—Los magos pueden hacer más que eso —dijo la niña después de un rato.

—Nadie puede hacer más que eso —dijo Rosa.

Dragónvolador giró la cabeza sobre su cuello, estirándose hasta que la vértebra le crujió, estirando con impaciencia sus largos brazos y piernas.

—¿Lo harás? —preguntó.

Después de un rato, Rosa asintió una vez con la cabeza.

Se encontraron en la oscuridad de la noche, en el sendero que pasa al pie de la Colina de Iria, bastante después del atardecer, bastante antes del amanecer. Rosa creó una esfera de luz tenue para que pudieran encontrar el camino a través del terreno pantanoso alrededor del manantial sin caerse en un pozo ciego entre los juncos. En la fría oscuridad, debajo de unas pocas estrellas y de la curva negra de la colina, se desnudaron y caminaron por las aguas poco profundas, sus pies hundiéndose profundamente en un barro de terciopelo. La bruja tocó la mano de la niña, diciendo: —Niña, tomo tu nombre. No eres una niña. No tienes nombre.

Todo estaba completamente inmóvil.

La bruja dijo ahora en un susurro: —Mujer, sé nombrada. Eres Irían.

Durante un momento más largo se quedaron quietas; luego el viento nocturno sopló atravesando sus hombros desnudos y temblorosos, salieron del agua, se secaron lo mejor que pudieron, lucharon descalzas y miserables, para atravesar los cañaverales de puntas cortantes y raíces enmarañadas, y encontraron el camino de regreso hasta el sendero. Y allí, Dragónvolador habló en un susurro llena de furia y de rabia:

—¡Cómo has podido darme ese nombre! —La bruja no dijo nada. —No está bien. ¡No es mi verdadero nombre! Pensé que mi nombre me haría ser yo. Pero esto solo empeora las cosas. Te has equivocado. Eres solo una bruja. Lo has hecho mal. Ese es su nombre. Y puede quedárselo. Está tan orgulloso de él, de sus estúpidos dominios, de su estúpido abuelo. Yo no lo quiero. No lo aceptaré. Esa no soy yo. Todavía no sé quién soy. ¡Pero no soy Irian! —De repente se quedó callada, después de decir el nombre.

La bruja seguía sin decir una palabra. Caminaron en la oscuridad una junto a la otra. Finalmente, con una voz aplacada, atemorizada, Rosa dijo: —Vino tan...

—Si se lo dices a alguien alguna vez, te mataré —le dijo Dragónvolador.

Al oír eso, la bruja dejó de caminar. Musitó guturalmente, como un gato.

—¿Decírselo a alguien?

Dragónvolador también se detuvo. Después de un instante dijo: —Lo siento. Pero siento como... siento como si me hubieras traicionado.

—He dicho tu verdadero nombre. No es lo que yo creía que sería. Y no me siento a gusto con ello. Como si hubiera dejado algo a medio hacer. Pero es tu nombre. Si te traiciona, entonces esa es su verdad.

Rosa dudó unos instantes y luego dijo ya menos enfadada, más fríamente: —Si quieres el poder para traicionarme a mí, Irian, yo te lo daré. Mi nombre es Etaudis.

El viento había comenzado a soplar otra vez. Las dos estaban temblando, los dientes les castañeteaban. Estaban de pie cara a cara sobre el negro sendero, apenas podían ver dónde estaba la otra. Dragónvolador extendió la mano a tientas y se encontró con la mano de la bruja. Se dieron un ferviente y largo abrazo. Luego siguieron su camino con prisa, la bruja a su choza cerca de la aldea, la heredera de Iria colina arriba a su casa en ruinas, donde todos los perros, quienes la habían dejado ir sin hacer demasiado escándalo, la recibieron con un clamor y un alboroto de ladridos que despertó a todo el que se encontraba durmiendo a media milla a la redonda, excepto al Señor, totalmente borracho junto a su fría chimenea.

Cuentos de Terramar. Barcelona, Minotauro, 2002.