“Carta a Iván Turguéniev”, Gustave Flaubert

25 de junio de 1876. La muerte de la pobre Sand me ha dado una pena infinita. He llorado en su entierro como un ternero, y dos veces: la primera al abrazar a su nieta Aurora (cuyos ojos ese día se asemejaban tanto a los suyos que parecía una resurrección) y la segunda, al ver pasar ante mí su féretro. Menudas historias que ha habido. Para no herir “a la opinión pública”, eterno y execrable ente impersonal, la han llevado a la iglesia. Ya le contaré detalles de esa bajeza. Se me encogía el corazón y me entraron positivamente ganas de matar al señor Adrien Marx. Solo verle me impidió cenar, por la noche, en Châteauroux. ¡Oh la tiranía del Figaro! ¡Qué peste pública! Me muero de rabia solo de pensar en esa gentuza. Mis compañeros de camino, Renan y el príncipe Napoleón, estuvieron encantadores, éste perfecto de tacto y compostura, y lo ha visto claro, desde el principio, más que nosotros dos. Comprendo su sentimiento por la muerte de nuestra amiga, ya que ella le quería mucho y siempre que hablaba de usted le llamaba “el buen Turguéniev”. Pero no hay por qué compadecerla. No le ha faltado nada, –quedará como una figura–. Las buenas gentes del campo lloraban mucho alrededor de su fosa. En el cementerio, ese pequeño cementerio rural, el barro llegaba hasta los tobillos. Llovía mansamente. Su entierro se parecía a un capítulo de uno de sus libros.