Prácticamente todas las actividades que Ud. encargue a sus alumnos frente a la computadora tendrán como objetivo producir un resultado concreto y verificable. En algunas instancias ese resultado será definitivo, esto es, pondrá en evidencia un aprendizaje completo. En otras, las más comunes, el resultado será apenas un eslabón en una cadena de aprendizajes.

Por ejemplo, un aprendizaje completo sobre la computadora podría ser el procedimiento correcto para apagar el aparato. El alumno deberá salvar la información pendiente, cerrar los programas abiertos, cerrar el sistema operativo y luego cortar la alimentación de la máquina, en ese orden. Más allá de esto no hay nada relevante, y una vez aprendidos los pasos ya no queda nada por aprender al respecto.

Una cadena de aprendizajes podría estar representada por la operación de un procesador de texto, que incluye acciones muy diversas (aunque todas tienden a un mismo fin) pero que no necesariamente tienen que ser ejecutadas en un orden preestablecido y que tampoco deben ser necesariamente ejecutadas en conjunto. Un texto puede requerir imágenes o no, puede no utilizarse color, no es obligatorio imprimirlo, etcétera, de modo que es posible fragmentar todas estas operaciones y enseñarlas por separado, aunque separadas no representen un conocimiento completo.

En lo que a objetivos tecnológicos concierne, es bastante sencillo descubrir cuándo un objetivo se agota en sí mismo y cuándo depende de otros.

Como ya señalamos en otro lugar, se aprende a usar la computadora practicando, por lo cual será necesario idear actividades en las que se pongan en juego habilidades específicas. No tiene ningún sentido propiciar un aprendizaje teórico, en el que el alumno responda en forma oral o escrita sobre el modo de hacer algo con la computadora. Lo que queremos es que lo haga para evaluar su aprendizaje sobre un producto concreto.

La instrucción siempre es graduada. Se parte de lo más simple y se procede hacia lo más complejo en forma aditiva. Cada paso en la cadena del aprendizaje debe ser evaluado y verificado antes de continuar, porque si no corremos el riesgo de que la cadena se corte en algún punto por falta de comprensión, y entonces todos los aprendizajes posteriores se verán dificultados o directamente impedidos. En función de esto, los productos concretos que exigiremos a nuestros alumnos deberán permitirnos evaluar las habilidades deseadas y no otras. Deberán estar graduados en su complejidad siguiendo el ritmo de lo que queremos enseñar.

Cualquier maestra bien entrenada sabe muy bien cómo aplicar estas reglas a su materia, digamos Lengua, o Ciencias Sociales. El problema que se presenta cuando incorporamos la computadora a la enseñanza es que sumamos objetivos que parecen tener muy poca relación con esas materias o con otras del currículo, y entonces tendemos a desintegrar la instrucción, a desagregarla en componentes tecnológicos y curriculares. Esto se traduce en actividades incoherentes, donde ambas clases de objetivos compiten entre sí por la atención del alumno, degradando su producción y complicando nuestras evaluaciones.

El ideal es proponer al alumno producciones en las que los objetivos tecnológicos tengan sentido para los objetivos curriculares, y viceversa. Más aún, esos objetivos deberán respetar las proporciones de importancia y profundidad para cada caso.

El caso paradigmático de producción en la computadora es el texto literario. Si hay un instrumento de valor para casi todas las personas es el procesador de texto, que supera en varios órdenes de magnitud a las prestaciones comunes del lápiz o de la máquina de escribir. En lo que sigue utilizaremos al procesador de texto para ejemplificar cómo deben diseñarse las producciones escritas basadas en temas curriculares, insistiendo, como siempre, en la necesidad de que el docente tome este ejemplo como punto de partida y aplique las conclusiones a otras actividades y otros instrumentos informáticos, sumándoles su creatividad y experiencia.

Consideremos un ejemplo típico de actividad en los grados inferiores de la primaria. Se forman grupos de dos o tres alumnos en la sala de Informática y se les pide que escriban el primer párrafo de un cuento. Al terminar guardan el texto en un disquete, lo pasan al grupo que está a su lado, reciben el disquete de otro grupo, abren el texto y agregan un párrafo al cuento ya empezado. Cuando el círculo se completa, es decir, cuando reciben el cuento que ellos mismos comenzaron, escriben un último párrafo a modo de conclusión y entregan el disquete al maestro.

Supongamos que esta es una clase muy disciplinada y que la presencia del docente sólo fue necesaria al principio, para dar las instrucciones del caso. ¿Qué podríamos evaluar si al cabo de treinta minutos recibimos una docena de disquetes, cada uno con un cuento creado colaborativamente? Varias cosas, sin duda, pero pocas guardarían relación con los aprendizajes efectivos de cada alumno, porque no tendríamos manera de discernir quién hizo qué.

Muy distinta sería la situación si hubiésemos permanecido en el aula observando el comportamiento de los grupos y los alumnos individuales. De haber contado con una planilla que enumerara los objetivos de la actividad podríamos haber marcado cuál fue el grado de aprendizaje de cada estudiante: si participaba o no, si sabía abrir el contenido del disquete, si operaba correctamente el teclado, si corregía los errores ortográficos, etcétera.

Este es un ejemplo en el que la producción final no nos sirve para evaluar casi ningún aprendizaje individual. Esta actividad debe evaluarse en proceso, dinámicamente, y por su complejidad no podemos confiar en la memoria para registrar el avance de cada uno de nuestros alumnos.

Un caso muy diferente es encargar a un solo niño la producción de un reporte o un cuento breve, que deberá entregarnos en un disquete. Si bien habrá algunos aspectos operativos que también sean evaluables en proceso, el producto final contendrá muchos más elementos para la evaluación precisa de sus habilidades. Si el texto tiene errores de ortografía, por ejemplo, será evidente que el niño no se aplicó a corregirlos. Cualquier falla o apartamiento de las consignas será atribuible al propio alumno y quedará invariablemente reflejado en el producto, permitiéndonos un diagnóstico bastante exacto de sus capacidades y sus limitaciones.

La decisión de encargar una actividad para evaluar en proceso o a través de un producto acabado (o combinando ambos métodos) es privativa del docente, pero depende críticamente del tipo de habilidad que le interese promover. La dactilografía no puede evaluarse mirando una hoja de papel impreso; hay que observar al alumno mientras opera el teclado. La capacidad de dar formato a un texto, en cambio, puede evaluarse perfectamente con sólo mirar la producción final.

Al diseñar una actividad, por lo tanto, deberemos tener en cuenta tres tipos de objetivos:

Debemos diseñar actividades que integren estos tres elementos y decidir cuál es la forma óptima de propiciar el aprendizaje o la práctica de cada uno, estableciendo además cuál será el mejor modo de evaluarlos. Al mismo tiempo, debemos procurar que exista una integración conceptual entre todos ellos, para que el alumno sienta que hay coherencia en lo que le pedimos y el aprendizaje resulte más significativo.

Un ejemplo simplificado podría ser la práctica de los recursos tipográficos para enfatizar un texto. Una actividad no integrada sería pedir al alumno que escriba oraciones inconexas o que utilice un texto cualquiera para poner en negrita los verbos, en itálica los sustantivos, y para que subraye los adjetivos. Una tarea semejante, además de ser abstracta y carente de significado para el estudiante, no respeta las proporciones de importancia de los objetivos tecnológicos frente a los curriculares. Si el objetivo curricular fuese clasificar las palabras según su función semántica y el estudiante marcase algunos verbos en negrita y otros en itálica, ¿qué evaluaríamos como un error, aparte del hecho de no haber respetado la consigna? ¿Deduciríamos que el alumno no sabe distinguir entre negrita e itálica, o entre verbos y sustantivos, o apostaríamos a que se distrajo, o a que es desordenado? Además, ¿a qué regla de uso de esas tres tipografías responde el ejercicio? ¿Y cuáles serían los objetivos formativos implícitos?

Una actividad mucho mejor diseñada incluiría, sin duda, informar primero a los alumnos sobre las reglas de uso tipográfico para la negrita, la itálica y el subrayado; entregarles un texto real que incluya una o dos instancias de uso de cada tipo (sin formato), y pedirles que apliquen las reglas en referencia al énfasis literario, tal como lo interpreten en el texto. Obviamente, el contenido tecnológico de aplicar énfasis mediante la tipografía está relacionado con el contenido curricular del énfasis literario (no con la clasificación en verbos, sustantivos y adjetivos), y en el contexto del procesamiento electrónico de textos ambos están indisolublemente unidos.

Pero no necesariamente deberíamos terminar allí el ejercicio. Podríamos incluir objetivos formativos de gran valor si, por ejemplo, pidiésemos a los alumnos que al pie de la página justifiquen con lenguaje simple el uso que han dado a la tipografía en función de las reglas previamente aprendidas. De este modo incorporaríamos aspectos como la habilidad para comunicar una idea, la capacidad de síntesis, la prolijidad en la redacción autónoma en el procesador de texto, etcétera.

Como vemos, un "pequeño" objetivo tecnológico puede dar origen a una actividad muy rica en objetivos curriculares y formativos. Asimismo, estamos frente a un ejercicio que es perfectamente evaluable a través del producto acabado, y que por lo tanto deja entera libertad al alumno para ejecutarlo autónomamente.

Por supuesto, no todos los contenidos tecnológicos de un procesador de texto son tan sencillos, y por otra parte, muchos docentes encuentran dificultades para integrar la tecnología del procesador de texto con cualquier materia que no sea Lengua. En general vemos que los proyectos más comunes en las aulas exhiben una integración forzada o directamente inexistente entre el recurso tecnológico y la materia en cuestión. Y cuando esa integración existe naturalmente, muchos docentes fallan en descubrirla.

La integración más natural entre cualquier materia y el procesador de texto se da toda vez que se hace necesario producir un reporte, un resumen o un informe. En realidad, si hay una aplicación que está lógicamente integrada a casi todas las disciplinas es el procesamiento de texto.

Pero esta es una integración genérica, que se produce por la necesidad de comunicar ideas por escrito. Muy distinto es integrar lo que llamamos "objetivos tecnológicos" del procesador de texto a una materia determinada, digamos Geografía, Historia o Matemática. ¿Cierto? No, a condición de que aprovechemos las oportunidades que nos ofrece el currículo.

La escritura nos acompaña desde hace unos cinco mil años. El lenguaje está con nosotros desde mucho antes. Claramente existe un paralelo entre la forma en que escribimos y el desarrollo de la cultura humana. ¿Por qué no acompañar la enseñanza de ese desarrollo practicando los diferentes estilos de escritura y comunicación utilizados en cada época?

Por ejemplo, si se está estudiando la Revolución de Mayo podría pedirse a los alumnos que analicen un periódico de la época y que luego utilicen el procesador de texto para producir un panfleto revolucionario imitando el estilo literario, la estética y la tipografía. Aquí se pondrían en juego múltiples funcionalidades: títulos, viñetas, encolumnado, sangrías, fuentes tipográficas, justificación, márgenes; virtualmente todas las prestaciones más usuales del procesador intervendrían en semejante producción. Si repetimos el ejercicio a medida que discurre la enseñanza de la Historia, iremos desgranando contenidos curriculares mientras se practican una y otra vez, con creciente exigencia, las habilidades tecnológicas.

Adoptar un proyecto semejante nos brinda la oportunidad de evaluar integralmente el progreso de los alumnos en todas las áreas -tecnológica, curricular y formativa- tanto en proceso como a través de las producciones finales. Este tipo de ejercicios permite, además, combinar el trabajo grupal con el individual, asignando tareas rotativas a cada alumno y grupos de alumnos.

Un aspecto poco utilizado de los procesadores de texto es su capacidad para reproducir fórmulas algebraicas, desde las más sencillas a las más complejas. Las opciones de dibujo permiten representar figuras geométricas simples, y aun volúmenes. Poca gente sabe que, además, los procesadores de texto permiten crear tablas y operar aritméticamente sobre los valores numéricos incluidos en ellas. Estas aplicaciones, si bien no superan a los programas especializados, alcanzan perfectamente para escribir reportes o monografías referidas a cada una de esas disciplinas.

Al diseñar sus propuestas de trabajo con la computadora tenga siempre en cuenta los casos que hemos analizado para el procesador de texto, y trate de aplicar las mismas reglas a otro tipo de aplicaciones.

Estamos seguros de que estas ideas -y otras que seguramente se le habrán de ocurrir- le ayudarán a diseñar mejores actividades de integración entre la tecnología y el currículo, que en manos de sus alumnos indudablemente se traducirán en excelentes y útiles producciones.