Introducción

La apropiación de niños ocurrida en la Argentina durante la última dictadura militar (1976-1983) revistió determinadas regularidades que han llevado a denunciar la existencia de un plan sistemático de secuestro, robo y apropiación de niños puesto en marcha a través de múltiples procedimientos ilegales. Tales apropiaciones, que comenzaron con el secuestro de los niños junto con sus padres o con el secuestro y posterior desaparición de mujeres embarazadas que dieron a luz en centros clandestinos de detención, continúan –en la mayoría de los casos– hasta el presente. El reconocimiento de esa continuidad fue transformado por la labor de los organismos de derechos humanos, en especial por Abuelas de Plaza de Mayo, con una poderosa herramienta para llevar a la Justicia nuevas causas, ya que al tratarse de delitos que se extienden hasta el presente no es posible aplicar el principio de prescriptibilidad para la persecución penal de los mismos.

En este trabajo nos proponemos indagar en algunos de los argumentos y procedimientos que se utilizaron, durante el terrorismo de Estado, para llevar a cabo el secuestro y la apropiación de niños, así como la sustitución de su identidad.

Para realizar esta indagación, partimos de la idea de que estas prácticas, aun en su caracterización de excepcionales y siendo producto y parte de un plan político-ideológico que se implantó en la sociedad argentina, no han «caído del cielo» sino que han cristalizado a partir de elementos existentes en nuestra sociedad. Por lo tanto, retomando un sugerente planteo de Hannah Arendt en relación con el totalitarismo, entendemos que: «...el proceso de su comprensión también implica clara, y quizá primordialmente, un proceso de autocomprensión»1. Es decir, sin dejar de reconocer las particulares características que asumió en la Argentina la instauración de un Estado de terror, con su secuela de muertes, desapariciones, censuras y clausuras, consideramos que para comprender cómo fue posible que se llevaran a cabo estas prácticas criminales, debemos orientar nuestra mirada a las redes de relaciones sociales y al sustrato de prácticas que actuaron como condiciones de posibilidad de esas prácticas.

En este sentido, nos parece útil retomar el planteo de Giorgio Agamben. Este autor sostiene, con relación a la estructura de los campos de exterminio, que antes que preguntarse «hipócritamente» cómo fue posible cometer delitos tan aberrantes en relación con unos seres humanos, «...sería más honesto y sobre todo más útil indagar atentamente acerca de los procedimientos jurídicos y dispositivos políticos que hicieron posible llegar a privar tan completamente de sus derechos y de sus prerrogativas a unos seres humanos, hasta el extremo de que el llevar a cabo cualquier acción contra ellos no se consideraba ya como un delito»2. Por lo tanto, a partir de esta hipótesis de trabajo nuestro objetivo es explorar, por un lado, las prácticas de larga duración y las sensibilidades y representaciones sociales sobre un determinado sector de la infancia que han predominado en nuestra sociedad, y –por otro– los procedimientos jurídicos y dispositivos políticos que actuaron como condiciones de posibilidad para el desarrollo de estas prácticas criminales. Ello supone, a la vez que realizar una reconstrucción de las formas que históricamente asumió la sustracción y el reparto de niños en hogares para su normalización y moralización, atender a las particularidades que asumieron durante el terrorismo de Estado las prácticas de apropiación de niños.

Consideramos además que, desde esta perspectiva, es posible interrogarnos acerca de las continuidades y rupturas que sintetizan las prácticas de apropiación de niños, inscriptas en un determinado ambiente cultural constituido por un entramado de específicas relaciones y por una serie de nociones y sentidos acerca de la niñez, la autoridad y el Estado.

Sin poder agotar aquí estas cuestiones, en este trabajo nuestro análisis focalizará en algunas de las prácticas judiciales, institucionales y sociales que se desplegaron en torno a la apropiación de niños. Realizamos en primer término una breve reconstrucción histórica, que tiene por objetivo identificar procedimientos y categorías de larga data en nuestra sociedad acerca de la considerada «infancia abandonada».

En segundo lugar, describimos y analizamos dos casos de secuestro de niños ocurridos en la última dictadura militar. En el primero de los casos seleccionados, a partir de la identificación de los procedimientos y rutinas de distintos organismos estatales que intervinieron sobre la vida de los niños secuestrados, nuestro objetivo es analizar el papel de la trama burocrática estatal en la consecución de las prácticas de apropiación de menores. Por otro lado, a partir de la descripción del segundo caso seleccionado, nuestra intención es indagar en un previo sistema de creencias y representaciones sociales sobre un determinado sector de la infancia que, de alguna forma, permitió inscribir estas prácticas en el universo de lo socialmente admitido.

Teniendo en cuenta que: «...la experiencia del ejercicio de la violencia en manos de un Estado terrorista es, posiblemente, una de las experiencias más definitorias para la estructuración de una sociedad fragmentada y autoritaria»3, considero que el análisis de cómo este poder se ejerció, se desplegó y se extiende hasta hoy, resulta fundamental para intentar comprender aquello que se presenta como monstruoso e incomprensible.

Procedimientos, instituciones y categorías

Las instituciones dedicadas a la minoridad reconocen en nuestro país una extensa trayectoria. Si bien algunas de ellas datan de la época colonial, es en las primeras décadas del siglo XX cuando se multiplican, se expanden y –en consonancia con la formulación del «problema de la infancia abandonada y delincuente» por parte de las elites– sus procedimientos comienzan a gozar de una mayor formalidad, dada por la sanción de normativas, creación de instituciones públicas y establecimiento de específicas atribuciones para determinados funcionarios, ya fueran jueces, defensores de menores o autoridades de casas de reclusión.4

A partir de esos momentos se comienza a consolidar una trama jurídico-institucional que tiene por objeto a un determinado sector de la infancia definido como los menores; esto es, los niños pobres, carentes de educación y cuyas familias eran juzgadas –por los funcionarios de turno– como no aptas para su crianza. La categoría clasificatoria menor, por lo tanto, se aplicó tanto a los niños que se encontraban vagando en la vía pública, vendiendo diarios, pidiendo limosna como a aquellos que eran delincuentes, consecuencia obligada –desde esta perspectiva– de aquella «infancia en peligro». Tal categoría se destinó también a los niños que crecían en orfanatos, institutos de la caridad o asilos, pues sus padres los habían entregado en razón de la situación de pobreza por la que atravesaban.5 Hace ya casi un siglo tales conductas y comportamientos, esto es la vagancia o la entrega de niños, pasan a constituir un problema para las elites, las cuales –en un proceso que reconoce diversas disputas e intereses contrapuestos– terminarán por restringir la extensión de la patria potestad, reconsiderada desde ese momento como un «conjunto de derechos y obligaciones», sosteniendo que los padres que no fueran aptos para la crianza de sus hijos debían ser suspendidos de su ejercicio.

Así, en nombre de una empresa moralizadora, plagada de buenas intenciones que tuvieron por meta el bienestar de los niños, distintos individuos investidos de autoridad por el Estado fueron facultados para representar y decidir sobre el destino de los niños y jóvenes, que se encontraran en una «situación de abandono o peligro moral y/o material».

Asumiendo su tutela, tales individuos estaban, y aún están, habilitados a separar a los niños de sus familias –cuando estas fueran conceptualizadas como medios nocivos e inmorales–, recluirlos en algún instituto para lograr su reinserción social, darlos en adopción a familias que se encargarán de su crianza y educación, y de esta forma, sancionar a aquellos padres que por diversos motivos –casi nunca atendibles por las autoridades administrativas o judiciales– habían «abandonado» a sus niños.6 Encontramos en esta historia, que hemos expuesto demasiado sintéticamente, otra categoría que merece nuestra atención: la de abandono.

Aunque ambigua, la misma reconoció refinamientos y distinciones. Una de estas, formulada por un jurista en aquel contexto de pujanza positivista y auge criminológico de principios de siglo XX, es la que refiere la existencia de dos subtipos de abandono: el material y el moral. La distancia se establecía de la siguiente manera: «Entre los abandonados materialmente deberán clasificarse los huérfanos, los expósitos, los abandonados, que pueden encontrarse en condiciones de vagancia o mendicidad y abandono absoluto; entre los abandonados moralmente pueden encontrarse los vagos, los que no concurren a las escuelas, los maltratados, los que viven en malas condiciones de ambiente moral, los mendigos, las prostitutas; como se comprende, la permanencia en estos estados morales lleva forzosamente a la depravación y a la anormalidad».7

Por lo tanto, la separación entre abandono material y moral estaba construida para atender y separar a los niños que efectivamente no tenían relación familiar directa con los padres, de aquellos que teniéndola eran desatendidos por estos. La polisemia de esta categoría se vuelve aún más notoria al indagar en las situaciones en las cuales ha sido aplicada. Todavía hoy, en la red jurídico-institucional dedicada a la infancia, el abandono de un niño remite tanto a la entrega voluntaria que sus padres hacen de él, ya sea a una institución pública o a otra familia, como a las situaciones en las que el niño no está criado y educado con los cuidados y atenciones que se le deberían brindar.

De esta forma, la definición de una situación como de abandono –que tiene como correlato la categoría de padres negligentes, también por demás amplia y ambigua– 8 ha sido el primer eslabón de un dispositivo jurídico-burocrático destinado a normalizar a familias y niños pobres.

Esta categoría, que merecería un extenso trabajo de reconstrucción genealógica, ha abierto amplias posibilidades de intervención porque –parafraseando a Nils Christie9– siempre ha existido una reserva ilimitada de situaciones de abandono, ya que cualquier situación puede definirse como de abandono, desde que la misma se convierte en tal a partir de ser categorizada de esta forma.10 La fecundidad de las categorías de abandono, desamparo o riesgo ha dado surgimiento pues a múltiples prácticas judiciales, institucionales y sociales destinadas a socorrer y regenerar a los niños y jóvenes. Estas prácticas fueron desarrolladas durante el transcurso del siglo XX por distintas instituciones, entre las que se cuentan juzgados de menores, juzgados de familia, ministerio público, institutos, organismos administrativos, policía especializada; es decir, a lo largo del siglo se fue consolidando una red institucional que alberga a múltiples actores que han estado habilitados para intervenir sobre la vida de los menores, pudiendo incluso proceder a su secuestro11 cuando lo estimasen conveniente para asegurar su bienestar.

En ningún caso, sin embargo, se trata de instituciones homogéneas con una direccionalidad única y lineal, tal como podría desprenderse de una exposición sintética como esta. Aquellas, tanto como los actores que las construyeron, se han visto atravesadas por debates, disputas de poder y distintas posturas ideológicas que han matizado el discurso sobre la infancia abandonada y a lo largo de esta historia han transformado, resignificado y reinterpretado sus prácticas en relación con la infancia.

Sin embargo, si atendemos a la dimensión de larga duración de estas prácticas y tenemos en cuenta la perdurabilidad de algunas de las categorías que se han construido en torno a ellas, podemos discernir que lo que ha prevalecido es una potente lógica acompañada de una sensibilidad particular, según la cual determinados niños necesitan ser tutelados. Tal lógica tutelar, que se ha visto secundada por una actitud salvacionista hacia los niños desamparados, como horizonte cognitivo y conceptual ha conducido a conceptualizar a los individuos como objetos de intervención, reforzando relaciones asimétricas, y ha constituido un modo de apropiación de conflictos y de sujetos por parte de aquellos individuos que investidos de autoridad reafirman su posición en la creencia de que «...el superior siempre sabe lo que es bueno para el inferior»12. Lógica que ha impregnado tanto las prácticas institucionales y judiciales como las prácticas sociales en relación con la infancia.

Instaurada la última dictadura militar, en el año 1976, y en el contexto de terror impulsado en esos momentos por el estado, cuyos mecanismos represivos se extendieron capilarmente a toda la sociedad, esta lógica –hipostasiada en aquellas particulares condiciones– parece haber servido de base para desarrollar un plan sistemático de apropiación de niños.

A su vez, debemos tener en cuenta que el circuito de la minoridad –ese recorrido institucional compuesto de hospitales, institutos, juzgados– no fue desarticulado. Estos organismos públicos –con cesantías, despidos, desapariciones entre sus empleados, y con intervenciones militares que designaban sus autoridades– continuaron con sus tareas habituales.

Por ellos pasaron algunos de los niños, que luego sus abuelas y familiares buscarán incesantemente. Y como veremos, si algunos de estos niños fueron rápidamente encontrados por sus familiares; otros, por el contrario, se vieron sometidos a transitar el recorrido habitual que estas instituciones reservan para la minoridad.

Por tanto, podemos sostener como hipótesis que aquellas categorías, sensibilidades, instituciones y procedimientos, que hemos descripto, se convirtieron en condiciones de posibilidad –no causas, mucho menos orígenes– de la apropiación sistemática de niños ocurrida durante la última dictadura militar. Un montaje preparado para que se desarrolle la tragedia.

Para desarrollar esta hipótesis, a continuación describiremos y analizaremos dos casos. En el primero describimos el secuestro de dos niños, su paso por instituciones de minoridad, y su reencuentro con sus familiares a las pocas semanas de ocurridos los hechos; el segundo, refiere a la desaparición y apropiación de una niña, quien luego de veintitrés años recupera su identidad. Entendemos que el análisis del primer caso, nos posibilita describir cuál fue el papel de la trama jurídico-burocrático en la consecución de estas prácticas; mientras que en el segundo, a partir de focalizar en los argumentos que se desplegaron con motivo del juicio a los apropiadores de la niña, es posible observar cómo fue utilizada aquella actitud salvacionista que mencionáramos, por quienes desarrollaron las prácticas de apropiación y sustitución de identidad de los niños, hijos de quienes se desaparecía y se mataba.

[Nota del editor: La ley 10.903, de patronato de menores, llamada también «ley Agote», sancionada en 1919, fue derogada el 28 de septiembre de 2005, mientras se preparaba este CD. Esa ley, que consideraba a los menores de edad «objetos de tutela» y «no sujetos de derecho», como prevé la Convención sobre los Derechos del Niño, fue reemplazada ese mismo día por la ley de Protección Integral de Niños y Adolescentes].

LOS CASOS

Caso 1

El día viernes 24 de febrero de 1978 Carlos Armelin recibe una llamada de su cuñado José, en la cual le relata que la noche del 22 al 23 de febrero fuerzas conjuntas habían realizado un operativo en su casa; él había podido escapar pero desconocía la suerte de su mujer y sus dos niños.13
Sin ningún otro dato, Carlos comienza a investigar qué podría haber sucedido con su hermana Juana y con los hijos de esta, Camilo y Silvia.

Por comunicaciones con familiares lejanos, algunos de ellos pertenecientes al ejército y otros a la Iglesia, se dirige al Comando del Primer Cuerpo de Ejército, ubicado en Palermo, donde no lo atienden, ya que era sábado, y le dicen que vuelva el lunes, que era día de atención. Por otro lado, se comunica con un primo suyo y con la esposa de este, también ligados al ejército. Si bien ninguno de ellos poseía información acerca de lo que había sucedido con su hermana y con sus sobrinos, la mujer -que era miembro de la cooperadora de un instituto de menores- le aconseja que pregunte en el instituto ubicado en la calle Donato Álvarez 550, ya que era común que las fuerzas de seguridad derivaran allí niños que habían quedado solos después de operativos o detenciones de sus padres. Carlos así lo hace el mismo día viernes, pero quien estaba a cargo del instituto niega que hubiesen ingresado dos niños con las características que él señalaba.

El día lunes, tal como le fuera indicado, se presenta nuevamente en el Comando del Primer Cuerpo y expone la situación de su hermana y de sus sobrinos. Al día siguiente, mediante un llamado telefónico es citado al Comando. Ese día le entregan en sobre cerrado una nota con carácter reservado, y le dicen que debía presentarla en el instituto de menores ubicado en la calle Donato Álvarez 550, llamado María del Pilar Borchez de Otamendi, dependiente, en ese momento, de la Secretaría del Menor y la Familia, que a su vez pertenecía al Ministerio de Bienestar Social de la Nación.

El día martes 28 de febrero de 1978 se dirige al instituto y entrega el sobre a la Directora Asistente de la institución. Esta mujer, luego de leer la nota, hace llamar a dos menores. Ellos eran Camilo, de cinco años, y Silvia, de tres, hijos de su hermana, quienes habían sido remitidos al instituto el día 23 de febrero por la comisaría 47 de la Policía Federal, en calidad de «menores abandonados en la vía pública», a disposición de la Secretaría del Menor y la Familia.

No obstante el reconocimiento que Carlos hace de los niños y estos de su tío, la directora le plantea que no podía dejarlos ir con él y que debía presentar una nueva nota en donde se autorizara el egreso de los niños, ya que la que había presentado –firmada por el coronel Roberto Roualdes, jefe de la Subzona Capital Federal del Primer Cuerpo de Ejército– solo lo autorizaba para reconocer a los menores. A su vez le informa que Camilo y Silvia iban a ser derivados al instituto Mercedes de Lasala y Riglos, ubicado en la localidad de Moreno, en razón de que eran menores de seis años y su instituto no albergaba a niños tan pequeños. Ese mismo día Carlos solicitó la intervención del Director General de Seguridad Interior para obtener la tenencia de sus sobrinos.

Una semana después, mediando una nueva autorización del ejército, pudo retirar a los dos niños del Instituto Lasala y Riglos, haciéndose cargo de la tenencia provisoria de los mismos. La tenencia definitiva de los niños y el discernimiento de la tutela a favor de su tía materna Gemma Armelin recién se produce dos años más tarde, en el año 1980, cuando deja de intervenir sobre los menores la Secretaría del Menor y la Familia.

Hasta aquí un breve relato de los hechos, tal como los viviera Carlos Armelin quien en el año 1982 inicia una causa de hábeas corpus en favor de su hermana Juana.14 En esta causa el juez interviniente, además de librar oficios a las distintas fuerzas de seguridad para obtener información respecto del paradero de Juana, indaga en los procedimientos seguidos en relación con los niños.

Así, observamos que la directora de la institución, una vez que hubo recibido a los niños con una nota de la comisaría 47, en la cual se consignaba que habían sido «hallados abandonados en la calle Navarro entre Habana y Bolivia», realiza el día 27 de febrero una comunicación telefónica con esa seccional para obtener más datos acerca de los niños. En relación con esa comunicación, la directora firma una nota dirigida a su superioridad, la Supervisión Sectorial de Institutos, en la que informa: «El oficial de guardia informó que consideraran a los niños como abandonados en la vía pública, no como extraviados».

Entrevistados los menores solo manifiestan llamarse Camilo y Silvia, desconociendo el apellido. Camilo dice que su casa, de material, fue destruida por una tormenta y que solo quedó sana la cocina; habla de soldados que se llevaron a sus padres, pero que «no están presos». La adaptación de los niños en el Instituto se hizo en forma paulatina. No se pudieron obtener datos concretos de familiares directos (fs. 20, Causa 516). Sin embargo, su tío tres días antes se había acercado al instituto procurando información sobre sus sobrinos.

Otro dato que aporta la causa está relacionado con el procedimiento habitual que se seguía en los casos de «menores abandonados». El juez de esta causa cita a declarar al funcionario de la Secretaría del Menor y la Familia, que figura en la nota remitida por la comisaría 47 al instituto Borchez de Otamendi derivando a los menores Camilo y Silvia. Este funcionario a la pregunta del juez referida a por qué no se había dado intervención a la Justicia de menores en el caso de estos dos menores, responde que si bien no recuerda en especial a los menores Camilo y Silvia, explica: «...pero en caso de que esto hubiera sucedido, como ocurre habitualmente, se deriva a los menores al Instituto Borchez de Otamendi para su posterior derivación al Instituto Lasala y Riglos; que en estos casos no se da intervención judicial por cuanto los menores no han cometido delito alguno y tiene entendido que el Servicio Nacional del Menor se encuentra facultado para internar a los chicos abandonados a su disposición [esto es, asumiendo su tutela] y reitera, sin la intervención judicial, que esto ocurre habitualmente por lo menos desde hace unos cuarenta años o sea desde que se desempeña en dicha repartición» (fs. 37, Causa 516).

Asimismo, este funcionario informa que cuando se presenta un familiar para solicitar la entrega de un menor internado a disposición del Servicio del Menor, es necesario que acredite fehacientemente el vínculo y que en el presente caso «dicho requisito fue cumplimentado con el oficio que obra a fs. 22, por el cual el Ejército avala el parentesco invocado15, desconociendo el declarante y presuntamente también en el Servicio la razón de la intervención de dicha autoridad castrense» (fs. 37, Causa 516).

A su vez, durante el período comprendido entre fines de febrero de 1978 y marzo de 1980 como los niños estuvieron «tutelados» primero por la Secretaría Nacional del Menor y la Familia y luego por el Consejo Provincial del Menor de la provincia de Buenos Aires, las autoridades de estos organismos practicaron y requirieron amplios «informes socioambientales» de los hogares donde se encontraban los niños, así como «autorizaron» el cambio de residencia de los mismos. Es sugerente además que en este período, más precisamente el 17 de mayo de 1978, la Supervisión Sectorial de Institutos de la referida Secretaría del Menor dirija una nota al Comando del Primer Cuerpo de Ejército en la cual informa que los niños Camilo y Silvia viven con Carlos Armelin, pero que su abuela paterna, de acuerdo con Carlos, ha solicitado que convivan con ella, por lo cual para decidir en esta situación la institución solicita al coronel Roualdes informe si "dichos menores se encuentran a disposición de ese Comando" (fs. 104, Causa 516).
En relación con las declaraciones y documentación descripta -que figuran en la causa judicial mencionada- lo que se observa es que los distintos funcionarios administrativos que intervinieron en la vida de los niños «cumplieron su tarea», y lo hicieron así por cuanto siempre se había hecho de ese modo. De esta forma, más allá del relato de uno de los niños, la directora del instituto de menores sin previas indagaciones al respecto -salvo la comunicación con la seccional- ingresa a los menores al instituto como abandonados y no como extraviados, tal como los había definido la policía, y dispone su traslado a otro instituto, aunque dejando constancia escrita de ello. A su vez, como acreditación del parentesco que invocaba Carlos Armelin fue determinante para el reconocimiento y la constatación del vínculo, la nota que con carácter reservado había firmado el jefe de la subzona Capital Federal del Primer Cuerpo de Ejército; mientras que se le exige una nueva autorización de las mismas autoridades -a las que reconocían como instancia jerárquica superior, en esos momentos- para poder recuperar a sus sobrinos. El mismo sentido cobra la consulta efectuada por la Supervisión Sectorial de Institutos referida a si Camilo y Silvia «pertenecían» al Comando, indagación que los funcionarios realizan previamente a autorizar un cambio de residencia de los niños.

A raíz de la investigación que realiza posteriormente, Carlos Armelin pudo reconstruir que la madrugada en la que detienen a su hermana sus sobrinos quedan al cuidado de una vecina que había solicitado permiso a los soldados para dar el desayuno y abrigar a los chicos, que permanecían en la vereda. Horas más tarde, cuando el operativo ya había finalizado y habían sido retirados los camiones, las ametralladoras y el personal militar que rodeaba toda la manzana, dos militares se dirigieron a la casa de la señora y retiraron a los niños, respondiendo a esta vecina, que solicitaba que se los dejaran a ella, «estos niños no nos pertenecen». Los dos niños fueron llevados entonces al Batallón de Arsenales 601, de Villa Martelli, de donde fueron retirados por policías de la comisaría 47 y llevados al Instituto Borchez de Otamendi, en calidad de menores abandonados en la vía pública.

Tal como se desprende de este caso, diversas fueron las instituciones públicas por las que pasaron los niños que fueron secuestrados junto con sus padres. Juzgados de menores, dependencias de ministerios, organismos administrativos, hospitales; instituciones e individuos que en su quehacer cotidiano se sujetaron al poder dictatorial de turno, no solo cumpliendo órdenes impartidas en esos momentos, sino también desarrollando sus tareas rutinarias, siguiendo los procedimientos habituales, tales como -en el caso descripto- comunicaciones a instancias jerárquicas superiores, traslados de niños a otras instituciones en razón de su edad, autorizaciones de cambios de residencia, realización de informes socioambientales, entre otras actividades a través de las cuales esos hechos que parecerían excepcionales eran normalizados una vez filtrados por la maquinaria burocrática. Normalización que puede ser pensada en los términos que plantea Hannah Arendt en relación con la «banalidad del mal», como un complejo proceso que produce una transformación de lo monstruoso en banal y por lo tanto en cotidiano. Un proceso que al «transformar a los hombres en funcionarios y simples ruedecillas de la maquinaria administrativa, y, en consecuencia deshumanizarles»16 (es característico de toda organización burocrática. Una red institucional por la cual pasaron muchos de los niños desaparecidos, que -como pudo reconstruirse posteriormente- fueron ingresados en institutos de menores o en hospitales y dados en adopción en aquellos años.17

Sin embargo, también debemos señalar que esta organización burocrática estaba compuesta por personas que, en muchos casos, se cuestionaron, interrogaron, sospecharon y realizaron gestiones para ubicar a los familiares de estos niños. Por ejemplo, una asistente social que trabajaba en un juzgado de menores en aquella época, relata el caso de un niño de cinco años que es derivado por la policía: «A nosotros nos llegó [...] un chiquito que fue encontrado en la calle, un chiquito que dicen que lo encuentran en la calle perdido y lo traen al juzgado. Cuando la asistente social lo entrevista, el nene dice que no estaba perdido, dice entraron en mi casa, rompieron todo. Inmediatamente lo ponemos al tanto al secretario [...] El chiquito va a un instituto. Y le decía a la gente del instituto yo busco a mi abuela [...] Pasa un tiempo en el instituto, y discutíamos qué se hace, se entrega en adopción, no se entrega, una serie de discusiones al respecto, y deciden buscar porque el chiquito, decía que él sabía dónde estaba el jardín de infantes donde iba. Entonces deciden buscar el jardín, el nene dice queda al lado de tal lado, lo llevan, y cuando llegan la gente le dice este nene es de tal lado, entonces así reconstruyen un poco la historia, hablan con los vecinos. [...] finalmente aparece la abuela. La mamá estaba detenida pero legalmente. Y bueno vuelve con su familia». (Ex asistente social de Tribunal de Menores de Provincia de Buenos Aires).

Otro testimonio también da cuenta del recorrido institucional del que fueron objeto algunos niños cuando sus padres eran secuestrados. Una trabajadora social que, entre los años 1975 y 1980, se desempeñó en la Secretaría del Menor y la Familia, relata un caso de dos niños cuyos padres habían sido secuestrados:
«Claro nos llegaban algunas cosas que eran en todo caso extrañas, no era el chico de la calle común que llegaba mucho, pero nos llegaron algunos chicos con esta situación, bueno, en ese momento principios del 76 mucho no se sabía determinadas cosas [...] En determinado momento nos llegan dos chiquitos, los traen un día a la noche, un nene y una nena, eran por ahí las seis de la tarde, con una idea [...] de hacer el informe rapidísimo porque había problemas con los padres, todo muy oscuro ¿no? y tenían los abuelos en Salta, y había que llevarlos a Salta. [...] Nos llegan dispuestos desde el juzgado para hacerles el informe social y psicológico rápido. Bueno ahí los chicos cuentan, eran muy chiquitos los nenes, el nene de cinco o seis años y la nena de tres, una cosa así, muy asustados y entonces el nene cuenta cómo habían entrado unos señores con ametralladoras, habían tirado tiros al aire y se habían llevado a la mamá y al papá. Bueno nosotros en ese momento lo que hicimos fue comunicarnos con los abuelos». (Ex trabajadora social de la Secretaría del Menor y la Familia.)

Tanto la descripción de este caso como los relatos que hemos citado nos permiten apreciar que las prácticas de secuestro y apropiación de niños desarrolladas durante la dictadura se engarzaron en una trama institucional-burocrática destinada -desde mucho tiempo atrás- a la minoridad.

Una trama en la cual algunos niños siguieron el destino habitual reservado a los menores -encierro en instituciones y adopción- y otros pudieron ser vinculados con sus familias biológicas.

En este sentido, y si tenemos en cuenta que las dos variantes principales de la apropiación ilegal de niños fueron la inscripción falsa y la «adopción», podemos considerar que los casos de apropiación no solo combinaron las formas legales con las clandestinas, sino que también revelan -como analizaremos a continuación- su confluencia con otros factores de larga data en nuestra sociedad que de alguna forma permitieron inscribir estas modalidades en el universo de lo socialmente admitido.

Caso 2

«A partir de cierto momento del embarazo estas prisioneras pasaban a ocupar un cuarto con camas, una mesa con sillas, ropa, y podían permanecer allí con los ojos descubiertos y hablar. Días antes del alumbramiento, los marinos le hacían llegar a la madre un ajuar completo, a veces muy hermoso, para su bebé. El parto se atendía con un médico y respetando ciertos requerimientos de asepsia, anestesia y cuidados generales. La madre le ponía nombre a su hijo y daba las indicaciones para que lo entregaran a la familia. Este trato dificultaba la comprensión del destino final de madre e hijo. Las atenciones hacían presuponer que ambos vivirían o que, cuando menos, el bebé sería respetado. La realidad era muy otra: la madre solía ser ejecutada pocos días después del alumbramiento y el bebé se enviaba a un orfanato, se daba en adopción o, eventualmente, se entregaba a la familia. Quedaba así limpia la conciencia de los desaparecedores: mataban a quien debían matar; preservaban la otra vida, le evitaban un hogar subversivo y se desentendían de su responsabilidad».18

Como plantea Pilar Calveiro, preservar a los niños de un «hogar subversivo» fue el argumento utilizado por los represores para sustraer la identidad de los niños, despojarlos de sus padres y entregarlos a personas que, en la mayoría de los casos, se encontraban ligadas al poder militar o eran ellas mismas integrantes de las fuerzas represivas. A su vez, sobre la base de este argumento, posteriormente, en los procesos de restitución de niños a sus familias biológicas se desplegó otro que enfatizaba la innecesariedad de que esos niños y/o jóvenes fueran restituidos, ya que sus familias de crianza además de haberles proporcionado una buena educación y posición económica, los habían criado con amor y salvado de la situación en la que se encontraron siendo pequeños.

En el mes de junio del año 2001, se llevó a cabo por primera vez un juicio oral y público contra un matrimonio de apropiadores de una menor de edad.19 Esta niña secuestrada, desaparecida y posteriormente apropiada a los ocho meses de edad, había estado detenida en el centro clandestino de detención El Olimpo, en noviembre del año 1978 junto con su madre y su padre, que continúan desaparecidos. La detención-desaparición de la niña se extendió hasta que, a los dos o tres días de su secuestro, fue retirada del lugar por represores -que actuaban en ese campo- con la promesa de que iba a ser entregada a sus abuelos maternos.

Claudia Victoria Poblete, por el contrario, fue entregada a un teniente coronel que era integrante del Comando de Cuerpo de Ejército I y a su esposa, quienes la anotaron como hija propia, presentando para ello un acta de nacimiento falsa firmada por un médico militar, y obteniendo así una nueva partida de nacimiento y un documento de identidad.

Una vez restituida la identidad a la joven en febrero de 2000, comienza al año siguiente el juicio oral en el que se imputa a sus apropiadores los delitos de falsificación de documento público, supresión del estado civil, y retención y ocultamiento de un menor de diez años de edad. La audiencia pública se extendió durante siete días, en los que se sucedieron como testigos los familiares de Claudia, militares retirados ex-compañeros de tareas del imputado, y numerosos ex detenidos-desaparecidos que habían visto a Claudia y a sus padres en el campo El Olimpo.

Al momento de los alegatos, una vez que tanto la querella como la fiscalía habían calificado los hechos y solicitado condena, la defensa de los imputados expuso su alegato basando su discurso tanto en la necesidad de reconciliación y de evitar «enfrentamientos estériles», cuanto en aseverar que la acción de los imputados había estado motivada por intereses «humanitarios». Argumentó que sus defendidos habían actuado con un «equivocado sentido de la piedad*, pero que los había motivado a ello «la situación de desamparo moral y material en que se encontraba la niña».

Así las cosas, esta abogada finalizó su alegato argumentando que el tribunal debería tener en cuenta como circunstancias atenuantes, llegado el momento de dictar condena, «el amor y el afecto» prodigado a Claudia por sus apropiadores, tanto como su «excelente educación».

Tales argumentos, que no son originales ni novedosos en casos de restitución de niños apropiados ilegalmente durante la última dictadura militar20, tampoco tienen su origen en casos de estas características, sino que poseen una profundidad histórica mucho mayor.

Consideramos que a partir de este caso es posible observar cómo los tópicos de un discurso sobre la infancia pobre y abandonada fueron utilizados para intentar justificar la apropiación ilegal de niños; es decir, las imágenes de medios nocivos e inmorales de las que daban cuenta los minoristas de principio de siglo, se traslaparon en esos momentos a los «hogares subversivos» y de «vida moral desordenada» del discurso militar. En este sentido, abundantes son los testimonios de integrantes de organismos de derechos humanos que señalan que, en las entrevistas mantenidas en aquellos años como parte de su tarea de búsqueda de los niños, distintos funcionarios les dijeran que no se preocuparan por los niños, ya que se encontraban con «una buena familia que los mandaba a colegios privados»21. Tal es el caso de una jueza de menores que, como relata una integrante de Abuelas de Plaza de Mayo, planteaba: «Estoy convencida de que sus hijos eran terroristas, y terrorista es sinónimo de asesino. A los asesinos yo no pienso devolverles los hijos [...] no tienen derecho a criarlos. Tampoco me voy a pronunciar por la devolución de los niños a ustedes. Es ilógico perturbar a esas criaturas que están en manos de familias decentes».22

Como hemos planteado, en nuestro país, a partir de la utilización de la categoría de situación de peligro moral y material, y del desarrollo de distintas prácticas que tuvieron como objeto a un sector de la infancia conceptualizado como pasible de encontrarse en una situación de abandono, distintos individuos investidos de autoridad por el Estado han decidido sobre la vida de los menores internándolos en establecimientos de reclusión, privando a sus padres biológicos de la patria potestad, o entregándolos en adopción a familias pudientes que se encargaran de proporcionarles una «buena educación». En todos estos casos prevaleció la noción de que esos menores necesitaban regenerar sus hábitos ya que provenían de lugares no aptos para su crianza y sus padres, en consecuencia, debían ser privados del derecho de tales. Así, en relación con un determinado sector de la infancia se construyó una actitud salvacionista que se basó en prácticas diversas que tuvieron por objetivo la separación de esos niños de su medio familiar y social.

En función de la retórica de «hacer el bien» que, según Stanley Cohen, se basa en los tópicos de la «ayuda y el socorro» y es aplicada a aquellos a quienes se define previamente como «necesitados»23, se han construido estas explicaciones morales y emotivas que han servido como sólidos recursos argumentales que posibilitaron encubrir y hasta naturalizar las prácticas de apropiación de determinados niños. Eufemismos con los cuales se designaron, distorsionando y alterando su sentido, toda una gama de prácticas de entrega, cesión, adopción o inscripciones falsas de menores.

Durante el período del Estado terrorista estas falaces explicaciones fueron utilizadas al perpetrar el plan sistemático de robo y apropiación de niños, en un contexto en el cual con el argumento de la defensa de la familia24 se desmembraron -por la desaparición y muerte de algunos de sus integrantes y por el secuestro y apropiación de otros- aquellos grupos familiares clasificados como «subversivos» y por lo tanto, peligrosos.

Esta construcción de una infancia apropiada como una infancia abandonada se llevó a cabo sobre la base de un sistema de creencias y representaciones sociales que posibilitó también formas de consentimiento y apoyo hacia aquellos que se presentaban no solo como salvadores de los niños sino como «salvadores de la patria».

Rastrear estos argumentos, analizar los procedimientos de poder en que se han traslapado, e indagar en su sentido y en las conceptualizaciones debido a las cuales han gozado de cierta legitimidad en nuestra sociedad, considero que permite abordar desde otra perspectiva el análisis de las prácticas de desaparición y apropiación ilegal de niños ocurridas durante el Estado terrorista. Una perspectiva que permita considerarlas como parte integrante de la sociedad en la cual se sucedieron, reconociendo incluso la continuidad o prolongación extrema de determinadas prácticas que gozaban de legitimación en nuestra sociedad. Ya que como plantea Pilar Calveiro: «...pensar la historia que transcurrió entre 1976 y 1980 como una aberración; pensar en los campos de concentración como una cruel casualidad más o menos excepcional, es negarse a mirar en ellos sabiendo que miramos a nuestra sociedad, la de entonces y la actual».25

Consideraciones finales

Comenzamos este trabajo planteando como idea que las prácticas desarrolladas durante la última dictadura militar en relación con los niños, hijos de quienes se desaparecía y se mataba, han podido cristalizarse a partir de elementos presentes en nuestra sociedad. Desde esta perspectiva hemos analizado dos casos de secuestro de niños para indagar cuáles han sido los procedimientos utilizados, las categorías empleadas para clasificarlos, los dispositivos institucionales, y las creencias sociales y sensibilidades a las que se ha apelado.

Analizar este tema desde esta perspectiva, que hace las veces de hipótesis de trabajo, entendemos que merece dos aclaraciones. Por una parte, sostener que las prácticas de apropiación de niños en nuestro país poseen una larga tradición e indagar por tanto en las categorías construidas para clasificar tanto a una franja de la infancia -los «menores»-, como a sus familias, si bien nos posibilita observar determinadas continuidades en la forma que han asumido, esto es en el ropaje con el cual se presentan y se justifican, no nos debería llevar a pensar -no lo estamos planteando- que tales prácticas de apropiación de niños por parte de determinados individuos investidos de autoridad por el Estado han sido una copia idéntica de sí mismas en todos los casos. Antes bien, consideramos como lo hemos señalado en nuestra breve reconstrucción histórica de categorías y procedimientos, que ellas han dado vida a una potente lógica que revestida de la retórica «de hacer el bien» ha posibilitado operar la separación de los niños de su medio social, impugnar y/o destituir a sus padres de su condición de tales, y dar cabida a innumerables prácticas sociales tales como las inscripciones falsas y la venta y el tráfico de niños en razón de que, según este razonamiento, siempre los niños estarán mejor en el seno de familias que puedan proporcionarles los cuidados y educación convenientes. Si las prácticas que se han desarrollado en los tribunales, institutos de menores, lugares de reclusión de niños, más allá de sus regularidades, no han sido iguales en los distintos momentos históricos, menos aún lo son -respecto a ellas- las prácticas criminales de la última dictadura militar. No estamos proponiendo pasar el rasero a lo largo de la historia para igualar prácticas y sensibilidades, de las cuales comprenderíamos, si así fuera, aún menos. Reconociendo sus diferencias, estamos planteando que ellas no pueden ser comprendidas si sólo las consideramos como hechos excepcionales y las aislamos del contexto histórico y de la trama de relaciones en la cual se desarrollaron.

Por otro lado, al analizar la trama jurídico-burocrática, esto es la red de instituciones a la que se destinaron muchos de los niños desaparecidos, entendemos que el concepto de banalidad del mal puede ser útil para dar cuenta de cómo se normalizaron determinados hechos que de otra forma hubieran sido excepcionales. Por lo tanto, como hemos planteado, no consideramos que se haya tratado de una confabulación de funcionarios, jueces y operadores dispuestos a llevar adelante un plan sistemático de apropiación de niños. Por el contrario, son también muchos los ejemplos de personas que cuestionaron, reflexionaron y se asombraron ante lo que estaba aconteciendo y que pudieron realizar vinculaciones entre los niños y los familiares que, luego del secuestro de sus padres, los estaban buscando.

Como intentamos demostrar en el análisis de casos, estamos planteando que las prácticas de secuestro, sustracción y sustitución de identidad de los niños se insertaron en determinadas redes de relaciones sociales y de poder, se entrelazaron con dispositivos jurídico-políticos y con una determinada estructura institucional-burocrática, tanto como con nociones y sentidos ya existentes en nuestra sociedad en relación con un determinado sector de la infancia. Sin embargo, si en la dimensión de las continuidades es posible identificar tales elementos, consideramos que una de las rupturas fundamentales que marcan estas prácticas criminales, en relación con lo ya existente, es que las mismas fueron desplegadas en un Estado terrorista que introdujo en distintos niveles de la organización social un «estado de excepción», en el cual norma y hecho se volvieron indiscernibles.

Un estado de excepción -en el que todo se vuelve verdaderamente posible, al decir de Agamben26- que posibilitó la sistematicidad en la ejecución de un plan a gran escala de apropiación de niños. Una acción institucional y estructurada, desarrollada a partir de la implantación de un proyecto político-ideológico destinado a disciplinar a la sociedad. Acciones de disciplinamiento que se engarzaron en una normalidad admitida, que en el caso de los niños desaparecidos fue la de los procedimientos y rutinas burocráticas, la de las nociones salvacionistas sobre una niñez que se construyó como proveniente de «medios nocivos» y «desamparada».

Por último, si tales modalidades represivas pudieron ser inscriptas en el universo de lo socialmente admitido por su confluencia con prácticas de larga tradición en nuestra sociedad, el insistente trabajo de denuncia, búsqueda, localización y restitución de niños llevado adelante por Abuelas de Plaza de Mayo posibilitó conferir una enorme visibilidad y problematizar estos actos criminales. Si bien el objetivo de este trabajo no ha sido indagar sobre este tema, debemos señalar que en la construcción de la memoria sobre la violencia ejercida por el Estado terrorista, la labor de Abuelas marca un antes y un después en la forma de tratamiento del tema de la apropiación de menores, esto es, del concepto de los niños como propiedad.

Notas y bibliografía

1- Arendt, H., De la historia a la acción, Paidós, Buenos Aires, 1995, pág. 32.

2- Agambem, G., "¿Qué es un campo?", en Medios sin fin. Notas sobre la política, Pre-Textos, Valencia, 2001, pág. 40.

3- Tiscornia, S., "La seguridad ciudadana y la cultura de la violencia", en: AAVV, Antropología Social y Política. Hegemonía y poder: el mundo en movimiento, Eudeba, Buenos Aires, 1998, pág. 208.

4- Para una historia de las normativas especiales para la infancia en Argentina, ver: Cicerchia, R., Historia de la vida privada en Argentina, Troquel, Buenos Aires, 1995. Gómez, D., "Un recorrido por las políticas públicas destinadas a la infancia", material inédito, 2001. Larrandart, L., "Prehistoria e historia del control socio-penal de la infancia", en Bianchi, M., y García Méndez, E., (comp.), Ser niño en América Latina. De las necesidades a los derechos, Galerna, Buenos Aires, 1991. Moreno J. L., (comp.) La política social antes de la política social (Caridad, beneficencia, y política social en Buenos Aires, siglos XVII a XX), Prometeo, Buenos Aires, 2001.

5- Vianna, A., Clasificaçoes Sociais, Policia e Minoridade. Distrito Federal, 1919-1929. Seminario "Ciencias sociales, Estado y sociedad", Programa de Pos Graduación en Antropología Social / Museu Nacional / UFRJ y Departamento de Ciencias Sociales de la École Normal Supérieur de París, Río de Janeiro, 1997.

6- Para un análisis de casos de reclamo de menores por sus madres, ver Guy, D., "Madres vivas y muertas, los múltiples conceptos de la maternidad en Buenos Aires", en Balderston, D., y Guy, D., (comp.), Sexo y sexualidad en América Latina, Paidós, Buenos Aires, 1998.

7- Bullrich, E. (1922) en Asistencia social de menores, citado en Gómez, 2001.

8- Fonseca, C. y Cardarello, A., Direitos dos mais e menos humanos, en Revista Horizontes Antropológicos, año 10, N° 5, Porto Alegre, 1999.

9- Christie, N., La industria del control del delito ¿La nueva forma del holocausto?, Del Puerto, Buenos Aires, 1993.

10- No obstante, esta variedad de situaciones que pueden ser definidas como "de abandono" reconoce limitaciones. Estos límites están dados generalmente por el perfil socio-económico de los padres que hacen "abandono" de sus niños.

11- Tal el término utilizado, aun actualmente, para operar la separación de los niños de sus familias. En los oficios judiciales es común encontrar la siguiente expresión, que asemeja a los niños a una "cosa": "Líbrese mandamiento a fin de que el Oficial de Justicia de la zona que corresponda [...] se constituya en el domicilio sito en X y proceda al secuestro del menor X."

12- Da Matta, R., Carnavais, malandros e herois, Zahar, Río de Janeiro, 1980.

13- La descripción de este caso la realizo a partir de la información de una de las causas judiciales que me encuentro analizando como parte de la tarea de recopilación y sistematización de expedientes judiciales sobre casos de localización y restitución de niños desaparecidos. Esta tarea de selección y sistematización de causas forma parte de mi trabajo de investigación para el doctorado.

14- Armelin, Juana s/hábeas corpus, Causa 516.

15- Se refiere a la nota firmada por el Cnel. Roberto Roualdes, jefe de la Subzona Capital Federal del Primer Cuerpo de Ejército, en la que autoriza que Carlos Armelin reconozca a los niños, acreditando que se trataba del "tío carnal de los menores".

16- Arendt, H., Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Lumen,
Barcelona, 2000, pág. 437.

17- Entre otros casos, podemos citar: el de las hermanas Tatiana Ruarte Britos y Laura Jotar Britos a quienes la policía retiró de la plaza donde su madre había sido secuestrada y las ingresó como NN a un instituto de menores de Villa Elisa y a la Casa Cuna, respectivamente; y que fueron adoptadas seis meses después.
También Jorgelina Laura Planas fue internada en un hogar de menores por orden de la Dra. Delia Pons del Juzgado de Menores N° 1 de Lomas de Zamora, y fue dada en adopción a los pocos meses. El caso de Sebastián Ariel Juárez es significativo, pues la mencionada jueza lo internó en el hogar de menores "Casa de Belén", lugar en el que permaneció siete años hasta su localización en 1984.
Un caso de características similares es el de Emiliano Ginés a quien, a pesar de conocer su identidad, la jueza Pons internó en la Casa Cuna de La Plata. Andrés La Blunda ingresó en abril de 1977 a un Juzgado de Menores de San Isidro y fue dado en adopción al poco tiempo. Emiliano Carlos Tortrino fue internado en Casa Cuna por orden judicial y fue dado en adopción por un juzgado de menores de Capital Federal, aun cuando sus abuelos ya lo habían localizado.

18- Calveiro, P., Poder y desaparición. Los campos de concentración en Argentina, Colihue, Buenos Aires, 1999, pág. 82.

19- La descripción de este caso la realizo sobre la base de los registros de la observación que realicé del juicio oral y público de la causa, en la cual resultaban imputados Ceferino Landa y su esposa Mercedes Moreira, que se conoció como "caso Poblete".

20- En el caso de los mellizos Reggiardo Tolosa restituidos a su familia biológica en el año 1993, tales argumentos fueron publicitados insistentemente en algunos programas televisivos y radiales (por ej., Chiche Gelblung, Daniel Hadad y Marcelo Longobardi, Bernardo Neustadt). En estos programas los jóvenes expresaron su deseo de vivir con los Miara (sus apropiadores), porque éstos "les habían dado todo su amor". Con una cuidadosa selección de imágenes y palabras estos programas criticaron la decisión del juez de restituir a los mellizos a su familia y "expresaron comprensión por los apropiadores, a quienes llamaban 'padres del amor' y para los que inclusive inventaron una nueva expresión: 'padres históricos'". Arditti, R., De por vida, la historia de una búsqueda. Las Abuelas de Plaza de Mayo y los niños desaparecidos, Grijalbo, Buenos Aires, 2000, pág. 203.

21- Entrevista a abogada integrante de un organismo de derechos humanos.

22- Herrera, M. y Tenembaum, E., Identidad, despojo y restitución, Contrapunto, Buenos Aires, 1990, pág. 24.

23- Cohen, S., Visiones de control social, PPU, Barcelona, 1988. Según este autor, esta retórica al poner de relieve un supuesto "estado de necesidad" se ancla en la dimensión de la tutela antes que en la de la justicia, justificando así intervenciones arbitrarias y sin plazos determinados.

24- Filc, J., Entre el parentesco y la política: familia y dictadura, 1976-1983, Biblos, Buenos Aires, 1997.

25- Calveiro, P., en op. cit., pág. 159.

26- Agamben, G., Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre-textos, Valencia, 1998.
Bokser, M. y Guarino, M., Derecho de niños o legitimación de delitos; Colihue, Buenos Aires, 1992.