En todo el mundo se considera que la educación está llamada a jugar un papel esencial en las enseñanzas sobre sexo y sexualidad, y en la prevención del VIH/sida. Sin embargo, muy a menudo sigue sin cumplirse su vigoroso potencial para promover formas de sexo más seguras y más placenteras. En múltiples estudios, los jóvenes señalan que la educación que han recibido sobre el sida es poca y llega muy tarde, y un buen número de adultos sigue albergando las ideas más erróneas sobre la epidemia. Es claro que en muchos aspectos la educación no consigue estar a la altura de sus posibilidades, y en todo esto nuestra responsabilidad como educadores dista mucho de ser desdeñable.

Buena parte de la educación sobre sexualidad se concentra en tres aspectos que se juzgan primordiales: el conocimiento, las actitudes y los comportamientos. Tanto a los jóvenes como a los adultos se les proporcionan "evidencias" sobre lo que son el VIH/sida, las infecciones de transmisión sexual (ETS) y el embarazo, con la convicción de que luego actuarán sobre la base de lo que saben al respecto. Pueden así reflexionar sobre sus propias actitudes, o las de los demás, y sobre las diversas prácticas sexuales, por ejemplo. Más allá de esto, existe también un énfasis en la adquisición de habilidades, las llamadas "experiencias de vida", que tienen que ver con la toma de decisiones, la comunicación sexual y, sobre todo, la "negociación".

Pero con frecuencia dicho enfoque se dirige al individuo aislado que requiere ser "enseñado", "provisto de actitudes correctas" y "entrenado". Rara vez, si acaso alguna, ha habido una preocupación oportuna con respecto a lo emocional y lo afectivo, tanto en lo que la gente siente acerca de estos temas como en lo que saben y finalmente hacen, a pesar de saber todos que nuestros juicios sobre la sexualidad y las drogas pueden verse sacudidos por las circunstancias.

Es importante reconocer también que la irracionalidad es una fuerza poderosa que estructura la vida sexual. En raras ocasiones se entienden los tipos de interacción que conducen al sexo en términos de una negociación y una comunicación abierta, pública y bien estructurada. Rara vez se valoran los pros y los contra en el asunto de tener sexo en las formas relacionadas con la toma de decisiones en comportamientos de riesgo y en cambios de conductas. Todo esto se puede reflexionar después del acto, se puede incluso reconstruir lo que pasó, pero en el momento de realizar dicho acto lo que hay son, las más de las veces, respuestas muy azarosas a la oportunidad y a la suerte.

A menudo se subestima el poder de la transgresión o la excitación que produce el hacer algo inusual, travieso, prohibido. Ciertamente se ha hablado de estos temas en el contexto del abandono del condón por parte de algunos hombres gays, y de la adopción de formas nuevas y más complejas de seguridad negociada, pero se le ha prestado poca atención a la transgresión dentro de la educación para una práctica sexual más segura entre heterosexuales, o a la educación relacionada con el uso de las drogas.

Queda finalmente la cuestión espinosa del amor. Aunque los conceptos del amor varían mucho en todo el mundo, para muchas personas no dejan de ser algo muy concreto, muy real, al menos por un tiempo. Como lo muestra el trabajo de Delor sobre parejas serodiscordantes en Francia, el amor legitima todo un espectro de prácticas sexuales donde la posibilidad de transmisión del VIH es algo muy real: esto es, el sexo inseguro entre parejas de largo tiempo y serodiscordantes, por ejemplo, y entre gente joven (¡y gente más madura!), quienes parecen convencidos de que la pasión del primer encuentro durará para siempre. Tenemos así una serie de ausencias importantes en el enfoque del trabajo actual educativo, y estas ausencias se componen de lo que podríamos llamar una serie de suposiciones aceptadas que han venido afianzándose a lo largo de los años.

Las suposiciones improductivas

Primero. Hasta fechas muy recientes, la mayoría de las iniciativas educativas sobre VIH/sida han procedido a partir de la suposición errónea de que todas las personas a las que se dirigen son seronegativas. Esta suposición es peligrosa, no sólo porque en realidad tal vez la mayoría de los individuos contemplados sencillamente ignoran su situación serológica, sino también porque en un número creciente de circunstancias (y sin duda en las escuelas africanas) una proporción sustancial de maestros y alumnos podrían ser (y saberse ellos mismos) seropositivos. La división entre prevención primaria y otras formas de prevención comienza a desvanecerse debido a la creciente disponibilidad de potentes medicamentos antirretrovirales.

Segundo. Otra suposición, relacionada con la anterior, y que aún figura en mucho trabajo educativo, es pensar que la gente con VIH/sida representa un tipo de problema, y no parte de la solución a la epidemia. Las imágenes espeluznantes de los efectos físicos del VIH/sida y las advertencias a los jóvenes para que en lo particular eviten a quienes pudieran representar un "riesgo", contribuyen muy poco a construir los tipos de solidaridad social indispensables para una respuesta efectiva a la epidemia. En contextos en los que relativamente poca gente conoce su condición serológica, lo que también refuerzan es la negación, haciendo que la gente así educada "tome partido" en una lucha innecesariamente divisoria contra la epidemia.

Tercero. En sólo muy pocos programas educativos se ha colocado como parte central del trabajo preventivo las cuestiones de estigma, discriminación y derechos humanos. Es triste advertir que han tenido que pasar casi veinte años para que la primera campaña mundial sobre sida se ocupe de lo que probablemente sea el mayor daño social asociado con la epidemia: la disposición de la gente a marginar, vilipendiar y rechazar a sus hermanos y hermanas, hijos e hijas, amigos y amantes. La educación sobre VIH/sida necesita abordar con mayor claridad y fuerza estos problemas de abuso social, y necesita hacerlo más rápido.

Cuarto. Hasta hace muy poco nuestra comprensión del género ha sido algo relativamente superficial en el trabajo educativo. Ciertamente no es posible negar que las mujeres, y en particular las jóvenes, se encuentran sistemáticamente en desventaja en la mayor parte de las sociedades. Es cierto también que para muchas mujeres la educación representa (al menos a nivel individual) una forma de salir de la pobreza y alejarse del riesgo para la salud sexual. Con todo, hemos fallado en la manera de manejar adecuadamente los sistemas de género para garantizar la equidad de hombres y mujeres frente a la epidemia. La falla es evidente: en los hombres, a través de ideologías que los alientan a aparecer como poseedores de saber cuando no lo son (por miedo a que su masculinidad se vea amenazada), y en las mujeres, a través de ideologías que las alientan a ser "inocentes" acerca del sexo, cuando en realidad necesitarían tener mayor conocimiento.

Quinto. Ha habido la suposición de que los mensajes y enfoques que funcionan en un inicio, seguirán funcionando después. Nada más falso. Queda ahora bastante claro, a partir de la investigación con algunos de los primeros grupos infectados (hombres gay, trabajadores sexuales y usuarios de drogas inyectables), que con el tiempo dichos mensajes y enfoques tienen que modificarse. No sólo cambian continuamente las nuevas generaciones de gente especialmente vulnerable, sino que también llegan a ingresar en este mundo bajo circunstancias muy distintas de las que prevalecían al inicio de la epidemia (cuando, por ejemplo, cualquier mención de un tratamiento efectivo era algo poco menos que fantasioso).

Otra pedagogía posible

Las suposiciones anteriores nos conducen a entender el sexo como algo que debe ser controlado, y no como una pasión que debe manejarse con seguridad. Huelga decir que muy poca gente se deja seducir por enfoques pedagógicos tan formales. Las más de las veces terminan aceptándolos de mala gana. Parecieran prestar atención detenidamente, y los adultos juegan muy bien a eso, pero en realidad se observan pocos cambios reales. Resultan más exitosos, con mucho, los esfuerzos para propiciar un pensamiento crítico y sistemático, basado en la propia posición de la gente en la vida. Dichos enfoques tienen por lo común su punto de partida en cuestiones cotidianas y en las preocupaciones de grupos e individuos, y no en las de los especialistas y los expertos en intervenciones. En cada caso, el propósito principal de la pedagogía utilizada ha sido no el decirle a la gente lo que debe hacer, sino fomentar el poder de la comunidad para hacerse cargo de la situación y responder combativamente. La importancia de dichos enfoques -que buscan consolidar y construir el capital social- ha quedado bien documentada, especialmente en contextos en los que la "educación popular" se utiliza para ayudar a desarrollar no sólo la comprensión sino también el combate contra la desigualdad social y la exclusión que acentúa la falta de poder de quienes son más vulnerables a la infección por VIH.

La importancia del contexto

Tal vez lo más importante a tomar en cuenta al planear un trabajo educativo sean las nociones de contexto. Lejos de ser periférico a la eficacia de la educación, el contexto tiene una importancia vital para comprender el modo en que la gente responde a las oportunidades de aprendizaje que se le proporcionan. El contexto es esencial en la planificación de intervenciones educativas, e importa por su vinculación estrecha con lo que llamamos vulnerabilidad. Hacerse cargo de la prevención del VIH/sida requiere no sólo concentrarse en una conducta individual de riesgo, sino también en los factores ambientales, económicos y políticos que influyen en la susceptibilidad o vulnerabilidad a la infección. Es preciso considerar al respecto una serie de variables: los factores ligados a las redes sociales y a las relaciones de las que forman parte los individuos; los factores relacionados con la calidad y cobertura de servicios y programas, y los factores de amplio espectro social.

Entre los factores programáticos que deben tomarse en cuenta figuran la conveniencia (o inconveniencia) cultural de los programas de educación relacionados con el VIH/sida y la sexualidad, el acceso (o inaccesibilidad) a los servicios en función de la distancia, los costos y otros factores, así como la capacidad de los sistemas de salud para responder a la creciente demanda de atención y apoyo.

Los factores sociales que influyen en la vulnerabilidad incluyen normas culturales, leyes, prácticas sociales y creencias que operan como barreras y facilitadores en los mensajes de prevención y en sus enfoques. Dichas influencias pueden conducir a la inclusión, desdén o exclusión social de los individuos, dependiendo de sus estilos de vida y comportamientos, y de sus características socioculturales.

Las desigualdades en edad, género, sexualidad, pobreza y exclusión social figuran entre los muchos factores que incrementan la vulnerabilidad al VIH/sida. Lo hacen en modos sumamente complejos. En el caso de la pobreza, por ejemplo, las violaciones a los derechos, el abuso físico, la explotación sexual, y el retiro de prerrogativas, pueden profundizar la brecha entre quienes se benefician del crecimiento económico y quienes padecen sus efectos negativos. Después de veinte años de epidemia global del VIH/sida, ha llegado el momento de valorar nuevamente lo que es hoy la educación en materia de este padecimiento. Se requieren formas de programación e intervención más novedosas y más realistas. Necesitamos renovar y actualizar radicalmente nuestros esfuerzos si queremos que se realice cabalmente todo un potencial educativo capaz de transformar las vidas y disminuir la vulnerabilidad y el riesgo relacionados con el VIH/sida.

Versión editada de la ponencia Educating Desire: HIV/AIDS and Sexuality Education presentada por el autor durante la 14 Conferencia Internacional sobre VIH/sida en Barcelona, 2002. Traducción: Carlos Bonfil.