Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain (fragmento)
– ¿Cómo ha sido el que tú estés aquí, Jim, y de qué manera viniste a la isla?
Pareció muy intranquilo, y estuvo callado unos momentos. Luego me dijo:
– Lo mejor será que me calle.
– ¿Por qué, Jim?
– Por ciertas razones. Aunque ¿verdad que tú, Huck, no me venderías si yo te lo contase?
– Por nada del mundo, Jim.
– Te creo, Huck. Pues bien…: me he fugado.
– ¡Jim!
– No olvides que has prometido no venderme.
– Lo he prometido, sí. Te he dicho que no te denunciaría, y me sostengo en ello. ¡Palabra de injun que me sostengo en ello! Me llamarán despreciable, abolicionista, y me despreciarán por haber cerrado el pico…; pero no me importa. No te denunciaré, y, en todo caso, tampoco pienso volver al pueblo. De modo, pues, que cuéntamelo ya todo.
– Verás: ocurrió como vas a oír. Mi ama…, la vieja señorita Watson…, me regañaba constantemente, tratándome con mucha aspereza; pero siempre me aseguró que jamás me vendería río abajo a las gentes de Orleáns. Un buen día vi que merodeaba por nuestra casa, a horas bastante avanzadas, un tratante de negros; empecé a sentirme intranquilo. Pues bien: cierta noche, bastante tarde, me acerqué cautelosamente a la puerta, que no estaba cerrada del todo, y oí que mi ama le decía a la viuda que iba a venderme río abajo a los de Orleáns; que a ella le contrariaba, pero que le ofrecían por mí ochocientos dólares, y que era un montón de dinero tan grande, que no podía resistirse. La viuda se esforzó por conseguir que mi ama renunciase al proyecto, pero yo no esperé a oír la contestación. Me largué de allí a buen paso, te lo aseguro.