Retrato de Sandokán, de Emilio Salgari (Sandokán, cap. 1)

Sentado en una poltrona coja había un hombre. Era de alta estatura, musculoso, de facciones enérgicas de extraña belleza. Sobre los hombros le caían los largos cabellos negros y una barba oscura enmarcaba su rostro de color ligeramente bronceado. Tenía la frente amplia, un par de cejas enormes, boca pequeña y ojos muy negros, que obligaban a bajar la vista a quienquiera los mirase. De pronto echó hacia atrás sus cabellos, se aseguró en la cabeza el turbante adornado con un espléndido diamante, y se levantó con una mirada tétrica y amenazadora. —¡Es ya medianoche —murmuró— y todavía no vuelve! Abrió la puerta, caminó con paso firme por entre las trincheras y se detuvo al borde de la gran roca, en cuya base rugía el mar. Permaneció allí durante algunos instantes con los brazos cruzados; al rato se retiró y volvió a entrar en la casa. —¡Qué contraste! —exclamó—. ¡Fuera el huracán y yo acá dentro! ¿Cuál de las dos tempestades es más terrible? Se quedó un rato escuchando por la puerta entreabierta, y por fin salió a toda prisa hacia el extremo de la roca. A la rápida claridad de un relámpago vio un barco pequeño con las velas casi amainadas, que entraba en la bahía. —¡Es él! —murmuró emocionado—. Ya era tiempo. Cinco minutos después, un hombre envuelto en una capa que estilaba se le acercó. —¡Yáñez! —dijo el del turbante, abrazándolo. —¡Sandokán! —exclamó el recién llegado, con marcadísimo acento extranjero—. ¡Qué noche infernal, hermano mío!