La crisis y la desocupación según el dirigente sindical Ángel Perelman

La palabra crisis que ese año surgió por primera vez no era una simple palabra para mí. Cayó sobre mi cabeza como un verdadero martillazo. Mi padre, como tantos otros miles de obreros, fue despedido de su trabajo. En los primeros años de la crisis, muchas fábricas cerraban y creaban verdaderos ejércitos de desocupados. Aparecieron las “Villas Desocupación” y los “Barrios de las Latas” en Puerto Nuevo […]. La crisis económica me obligó a abandonar la escuela a los diez años, para ir a trabajar como aprendiz en un taller metalúrgico. La explotación capitalista y la lucha de clases las aprendí primero en esa fábrica del año treinta antes que leyéndolas en los libros. Me pagaban un peso por día, pero eran jornadas sin horario, salvo el de entrada que era siempre el mismo. La hora de salida la fijaba el patrón generalmente a las ocho de la noche. Fueron años duros. Toda la felicidad de una familia obrera consistía –pese a los bajos salarios y a la escasa fuerza de la organización sindical- en conservar el trabajo, en tener empleo. Cuando venía el despido, cosa que era frecuente, empezaban los largos días esperando en los cafés del barrio. No faltaba nunca un amigo que tenía los diez centavos para tomar un pocillo de café, que era un medio de alquilar la mesa a la cual nos agregábamos unos cuantos. Así pasábamos las horas los muchachos de esa época, pero nos íbamos a acostar temprano porque a las cuatro de la mañana del día siguiente había que ir a la Avenida de Mayo, donde se vendía y repartía el diario La Prensa, donde concurríamos, cada uno, con la esperanza de comprar un ejemplar y encontrar en los clasificados de Pedidos algún taller para ir a ofrecerse. No era una tarea fácil, porque había que tomar tranvía y generalmente cuando uno llegaba a la puerta de la fábrica había una larga cola. Era más simple para aquellos afortunados que tenían bicicleta, que se colocaban a la cabeza de la cola: eran los tiempos de los desesperados, de los ingeniosos y de las pequeñas raterías. Un amigo del barrio, durante mucho tiempo hizo razzias bien temprano recorriendo las puertas sucesivas de una cuadra, levantando la botellas de leche. Se tomaba un litro por día y el resto lo vendía. Si llegaba una enfermedad no había más solución que arrimarse a algún caudillo parroquial para que le consiguiera a uno muestras gratis o autorización para obtener una cama en un hospital, cosa difícil de conseguir. A la edad de catorce años y ya con cuatro de obrero, no pude menos que interesarme por la política. Como para no interesarme. Había muchas manifestaciones realizadas por los desocupados. Algunos partidos de izquierda protestaban por la miseria reinante. Las asambleas sindicales, aunque escasas en número –porque los sindicatos carecían de fuerza en un período de desocupación. Reunían a los trabajadores más militantes y decididos. Yo empecé a concurrir a toda clase de reuniones y actos. Una reunión sindical fue disuelta con violencia por la policía y fui a parar a la Sección Especial. No me hicieron nada porque era casi un chico. Pero vi con mis propios ojos cómo a un obrero le arrancaron una uña con una tenaza para que confesara y delatara a sus compañeros del comité de huelga de una casa metalúrgica.

Perelman, Ángel. “Cómo hicimos el 17 de octubre”. En: Alonso, M. E. y Vázquez, E. C. Historia. La Argentina contemporánea. Documentos y Testimonios. Aique. Buenos Aires, 2000.