Actividad 1
Documento 1: La batalla de La Tablada (Córdoba) según el relato del naturalista y viajero francés Théodore Lacordaire
“22
de junio de 1829. […]Al día siguiente, el sol brillaba esplendoroso y
las miradas de todos se dirigían hacia el oriente, porque de aquel lado
debía llegar el ejército unitario. Después de alguna espera, pudieron
descubrirse algunos ponchos colorados sobre las alturas, entre nubes de
polvo: eran los exploradores tucumanos del ejército de José María Paz.
No tardaron en aparecer otras partidas más numerosas, hasta que, al
fin, se dejó ver el grueso de las tropas, avanzando aceleradamente. A
medida que iban apareciendo los diversos cuerpos, la ansiedad crecía en
todos los corazones. Desplegaron las tropas sobre la llanura de La
Tablada, frente al ejército federal, que se había mantenido inmóvil en
sus posiciones de la víspera. El ejército unitario realizó largas
maniobras que no pudimos apreciar en su totalidad porque los altibajos
del terreno lo impedían. La expectativa iba en aumento y me hacía
pensar en la impaciencia con que antiguamente las multitudes esperaban
la aparición de los gladiadores en el circo.
De
pronto se vio brillar en la llanura una sucesión de relámpagos
dejándose oir el ruido de la fusilería, mezclado al estampido de los
cañones. No son estos combates como las batallas de Europa, en que la
artillería y la infantería deciden generalmente la victoria. En la
América del Sud, la infantería representa un papel muy secundario. Los
gauchos, acostumbrados desde niños a las peleas a cuchillo para
solucionar todas sus disputas, no temen al arma blanca y al mismo
tiempo experimentan cierta intuitiva repulsión por las armas de fuego.
Ambos
ejércitos se hallaban tan cerca de nosotros que, con un anteojo de
larga vista, podíamos distinguir a cada uno de los hombres que los
componían. El fuego de fusilería no tardó mucho en disminuir y, entre
las grandes humaredas que se disipaban lentamente, empezamos a ver los
escuadrones arremetiéndose con furia. Quiroga había lanzado sus mejores
hombres sobre los coraceros de Paz, y siete veces aquéllos se
estrellaron contra los escuadrones unitarios, cubriendo de muertos el
campo.
En cuanto un destacamento fracasaba en sus
ataques, se retiraba en desorden, yendo a colocarse en las últimas
filas, y otro cuerpo se formaba y cargaba de inmediato, ocupando el
lugar del anterior. El resto del ejército de Quiroga atacaba con el
mismo denuedo a los tucumanos que, menos aguerridos, pronto ganaban
terreno como reculaban desordenados y volvían a la carga después de
recomponer sus filas. Esta lucha sangrienta duraba ya dos horas sin que
nada indicara todavía a quién podría corresponder la victoria. Así
llegó la noche sin separar a los combatientes. Nosotros nos perdíamos
en conjeturas sobre el resultado de la acción, cuando, siendo más o
menos las dos de la mañana, oímos, entre las tinieblas, los pasos
precipitados de una tropa que marchaba en dirección a la plaza. Poco
después se dejó sentir otro cuerpo más numeroso y ese ruido sordo que
denota el paso de la artillería: era un federal que, vencido, había
venido a reunirse a la ciudad en procura de los cañones que la
defendían. Al rayar el día nos despertó un cañonazo seguido de un fuego
de fusilería más vivo que el del día anterior. El combate se había
reanudado.
A poco, el pasto seco de la llanura se
incendió en medio de los combatientes y éstos aparecieron envueltos por
espesos torbellinos de humo. Dos horas después, y sin que durante el
tiempo transcurrido hubiéramos podido ver nada de lo que se pasaba,
llegaron huyendo algunos gauchos, jadeantes de cansancio y cubiertos de
sangre. Atravesaron la ciudad rápidamente y se dispersaron por uno y
otro lado. Casi en seguida llegaron otros y otros hasta que vimos que
todo el ejército federal se dispersaba por el campo, en direcciones
distintas. La mayoría de los fugitivos se encaminó hacia el lado de la
sierra y pronto los perdimos de vista. Otros entraron por grupos en la
ciudad.
Al día siguiente montamos a caballo para
visitar el lugar del combate; estaba desierto y las aves de rapiña
cumplían su obra; sólo algunos carros cruzaban el campo, lentamente,
cargados de cadáveres, dirigiéndose a unas zanjas largas y profundas
donde desaparecían juntos vencidos y vencedores.
Supimos,
más tarde, por el jefe de policía, que se habían enterrado mil diez y
seis muertos, pérdida enorme tratándose de ejércitos de tan escasa
consideración, pero explicable por la saña con que habían combatido y
las armas que se habían empleado.
Lacordaire, Théodore. “Revue des Deux Mondes”. “La bataille de La Tablada”.Tomo VII. París, 1832. En: Busaniche, José Luis. Estampas del pasado. Tomo 1. Buenos Aries, Hyspamérica, 1986.
Documento 2: Semblanza de Facundo Quiroga, por José María Paz
“En
las creencias populares con respecto a Quiroga, hallé también un
enemigo fuerte a quien combatir; cuando digo populares, hablo de
la campaña, donde esas creencias habían echado raíces […]. Quiroga era
tenido por un hombre inspirado; tenía espíritus familiares, que
penetraban en todas partes y obedecían sus mandatos; tenía un célebre
caballo moro (así llaman al caballo de un color gris), que […]le
revelaba las cosas más ocultas y le daba los más saludables consejos;
tenía escuadrones de hombres que cuando lo ordenaba, se convertían en
fieras, y otros mil absurdos de este género […].
[…]
Cuando me preparaba para esperar a Quiroga, antes de La Tablada, ordené
al comandante don Camilo Isleño, […] que trajese un escuadrón […] la
noche antes de incorporárseme, se desertaron ciento veinte hombres de
él, quedando solo treinta … Cuando le pregunté la causa de un proceder
tan extraño, lo atribuyó a miedo de los milicianos a las tropas de
Quiroga. Habiéndole dicho de qué provenía ese miedo, siendo así que los
cordobeses tenían dos brazos y un corazón como los riojanos, balbuceó
algunas expresiones […]. Me contestó que habían hecho concebir a los
paisanos que Quiroga traía entre sus tropas cuatrocientos Capiangos …
Los Capiangos, según él, o según lo entendían los milicianos, eran unos
hombres que tenían la sobrehumana facultad de convertirse, cuando lo
querían, en ferocísimos tigres; ‘y ya ve usted – añadía el candoroso
comandante – que cuatrocientas fieras lanzadas de noche a un campamento
acabarían con él irremediablemente’.”
Paz, José María. “Memorias”. En: Graciela Meroni. La Historia en mis documentos. Desde la Revolución de Mayo hasta el triunfo federal de 1831. Huemul. Buenos Aires, 1981.