Hay varios puntos desde los cuales se puede pensar la cuestión de la identidad y las rupturas de la legalidad. El tema es pensar la transgresión de la ley desde el lugar de quienes la producen y de quienes la hacen operativa o la ponen en acción. Me parece interesante ejemplificarlo con algunos casos.

El primero, caro a la tarea de Abuelas y de la Conadi, en el cual un joven –hoy un adulto– aparece en una esquina de la Capital Federal, según la policía, abandonado. Sus padres habían sido secuestrados y desaparecidos. El joven entra a un Juzgado Correccional de Menores a partir de un llamado anónimo a la comisaría. La policía hace su tarea regular y pone al niño a disposición del juzgado. En este punto, podría pensarse que, en este contexto, el niño ya se había salvado de la apropiación, pues había pasado de las manos de las Fuerzas Armadas y de las fuerzas de seguridad a las de un sistema judicial, sistema judicial de la dictadura al fin, pero que se podría presuponer con un menor nivel de brutalidad o crueldad que el de los ejecutores directos del terrorismo de Estado. Además, podría pensarse que, con base en la existencia de ciertos procedimientos, el niño quedaba blanqueado y con chances de regresar con su familia. Sin embargo, en este caso, el sistema judicial produjo la apropiación del niño y su posterior entrega a una familia simpatizante de la dictadura, ligada a estos operadores judiciales.

En este caso, la ruptura de la legalidad no está en la ley –ya brutalmente rota en el sentido de que las construcciones de las normativas de la dictadura eran en sí mismas una ruptura de la legalidad–, sino en el proceder, en la puesta en acción de los dispositivos burocráticos, de los dispositivos del poder, de sus operadores y de ciertos rituales judiciales, todos al servicio de la ruptura de la legalidad. En la precipitada entrega de este niño ni siquiera se aparentaron las formas de un procedimiento judicial regular. Lo podrían haber hecho tranquilamente, pues gozaban de absoluta impunidad, salvo por algunos detalles, pero que en última instancia no hubieran incidido en el destino inmediato del niño.

Hay otro caso, que no se vincula directamente con el tema de la identidad. Se trata de la relación entre la sentencia de la causa Camps, en 1986, y el dictado de las leyes de impunidad. Por un lado, el Estado argentino produjo la segunda sentencia importante en una megacausa en la que se juzgaba el terrorismo de Estado, sentencia que además indicaba un camino a seguir, como lo había hecho la causa de los ex comandantes. Esto es, la causa impulsaba a seguir investigando y contenía resoluciones sumamente críticas y complejas respecto de la actuación puntual de personajes muy caracterizados en la apropiación de niños. No obstante, contemporáneamente a este acto estatal del sistema judicial, el mismo Estado, pocos días antes o pocos días después, por medio del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo, producía la ley de Punto Final.

En consecuencia, el sistema judicial imponía condenas y absoluciones, abordaba uno de los pasajes más tremendos del terrorismo de Estado, señalaba la necesidad de profundizar la investigación, iniciaba una causa en la cual se perseguía a otros tres represores muy caracterizados, y de esta forma parecía insinuarse un camino que ahora intentamos retomar: tratar de hacer justicia con los ejecutores de la represión. Al mismo tiempo, el Estado producía otro acto por el cual consagraba exactamente lo contrario. De modo que una norma singular, la sentencia, enviaba un mensaje valorativo a la ciudadanía, y una ley, que como toda ley es un mensaje general a toda la ciudadanía, instalaba un sistema de valores que confrontaba brutalmente con aquella sentencia judicial. Mi percepción es que el sistema operativo producía actos valiosos, mientras que los representantes del pueblo reproducían, bajo la forma de la ley, un mensaje con valores que refutaban al primero.

Por ejemplo, la ley de Obediencia Debida: creo que constituye una increíble revelación de cómo funcionan los productores de la ley y cómo registran la puesta en práctica de los dispositivos de ejecución de la ley. Esta ley también contiene una fenomenal ficción jurídica: la proclama, sin admitir prueba en contrario, de cómo sucedieron una cantidad de hechos. Cabe aclarar que las ficciones jurídicas son recursos a los cuales acude el derecho para otorgar algunas soluciones ante conflictos de difícil resolución, pero en lo referente a la Obediencia Debida se establece una apropiación absoluta del acto de conocer –propio de los jueces–, y la sustitución de la actividad de juzgar –en este caso por parte del Poder Legislativo–.

Aun así, a pesar de que esto es lo que más se critica, puesto que muestra un flanco de vulnerabilidad respecto de la adecuación constitucional de la ley, contiene otro aspecto por demás interesante: el otorgamiento de consecuencias al silencio producido por la burocracia judicial en los expedientes en los que un sujeto fue sometido a proceso. En otras palabras, el legislador y sus «tanques de ideas» detectaron lo que más tarde sucedió efectivamente, y que hoy padecemos los que trabajamos en el intento de reapertura de causas judiciales que quedaron congeladas en aquellos años por crímenes de la dictadura: que la burocracia iba a ser incapaz, frente a aquella enormidad de expedientes, de caos y de procedimientos, de dar cuenta siquiera de la existencia ordenada de investigaciones; además, en la precipitación por quitarse de encima la «papa caliente», en la euforia por la solución final, era necesario generar la consagración normativa de ese jubileo por la omisión.

Esta norma, en definitiva, es una monstruosa declaración de cómo la ley puede no sólo transgredir leyes superiores, leyes morales y leyes anteriores, sino de cómo la ley puede hacerse cargo de las posibles fallas que podrían dejar, por indolencia burocrática, un camino de justicia. Por eso, se encarga de consagrar el dispositivo de la tara burocrática, cambia la posibilidad de justicia por la tara burocrática. Actualmente, hay lugares en donde no existen los expedientes, o no hay registro de expedientes, o se han perdido directamente las investigaciones. Nadie se hace responsable de esto, nadie persigue administrativamente a quien debió guardar los expedientes; generaciones de trabajadores judiciales han podido desaparecer pruebas por delitos gravísimos y constancias documentales básicas. Esta situación comienza a sumir en la irracionalidad a todo el sistema, y se explica como un fenómeno propio de la erosión burocrática, lo cual es muy grave.

Esto presenta un desafío, una pregunta: ¿la política de derechos humanos es, realmente, una política activa? Yo creo que sí, pero me pongo en abogado del diablo porque creo que, cuando se desciende de las decisiones macro, que son importantes y que todos acompañamos, las cosas son diferentes. He asistido a reuniones en la Secretaría de Derechos Humanos en donde las energías de las más altas jerarquías se consumían detrás de la obtención de una computadora usada, en donde el pedido para que el Juicio por la Verdad de La Plata se activara podía quedar dos años en la Jefatura de Gabinete, en donde no hay dos mil pesos para un insumo, en donde casi no hay empleados... Para investigar los crímenes de la dictadura no sólo hacen falta más recursos, otros paradigmas culturales, otra ideología: hace falta otra gente. Lo mismo ocurrió en la Cámara Federal de la capital, único tribunal del país que produjo una sentencia en esta dirección, pero que antes debió refundarse.

Por todo esto, la puesta en funcionamiento de políticas desde la legalidad macro del Estado requiere de las herramientas efectivas para no transformarse en una nueva y tal vez definitiva frustración.


Félix Crous. «Identidad y rupturas de la legalidad». Expuesto en el I Coloquio Interdisciplinario: Identidad, construcción social y subjetiva. Abuelas de Plaza de Mayo, abril de 2004.


Extraído de http://www.abuelas.org.ar/material/libros/coloquio1.pdf