Hasta la saciedad hemos escuchado aquello de que, más que la calificación, lo realmente importante es lo que se ha aprendido.
Cierto, pero sólo parcialmente. Por varias y diferentes razones, para numerosos estudiantes la nota plasmada va cargada de significados que rebasan con mucho la noción de aprendizaje.

Presiones familiares, necesidad de un promedio, obsesión por el diez, prestigio ante los compañeros y a veces una simple apuesta, en ocasiones ponen a estos alumnos y alumnas en la situación de recurrir al más variado arsenal de argumentos y estrategias para lograr un incremento en la calificación final.

"Merezco el diez". "¿Puedo hacer un trabajo extra para subir mi calificación?" "¿No hay alguna forma de tener un punto más?" Escuchar estas expresiones a veces resulta casi tan odioso como el indolente: "más de seis... es vanidad".

Pero, bueno: más allá de la molestia o no que nos pueda causar como docentes, lo realmente interesante es cuando estas peticiones van acompañadas con cierta dosis de presión. En la mayoría de los casos no existe duda ni se vacila: es claro para nosotros quién merece una oportunidad y con quién es tiempo perdido. No obstante, hay situaciones que hacen de la duda el ingrediente principal. De esto va un ejemplo.


La maestra Isabel detestaba las evaluaciones de fin de curso. Estas últimas notas tenían, por lo general, la característica de dejarle mal sabor de boca. A pesar de intentar evaluar de la manera más objetiva posible, los resultados no siempre eran un reflejo fiel de su percepción subjetiva.
Tenía buenos alumnos que, luego de un trabajo consistente, apenas lograban superar la media del grupo; pero todo estaba ahí en las listas. Un mal examen, por aparente nerviosismo, echaba por la borda el trabajo de todo el curso. Había también los casos de estudiantes con poca disposición para el trabajo que, mediante las tareas en equipo y con el sólo hecho de haber asistido, lograban una calificación bastante mayor a la que evidentemente merecían.

En el ánimo de no dejarse llevar por su sola percepción, la profesora Isabel optaba por respetar a pie juntillas los criterios establecidos en el programa de la materia. Desde el inicio del curso todo el estudiantado sabía perfectamente cuáles cosas serían objeto de evaluación y cuáles su valor relativo. Así pues, el malestar producido por las desviaciones a lo esperado encontraban su equilibrio con la certeza de que todo alumno y alumna sabía de entrada a qué atenerse en materia de calificaciones.

Estricta a decir de muchos estudiantes acostumbrados a la negociación de calificaciones, e inflexible en opinión de otros profesores que se fiaban en demasía del sólo criterio personal o daban una importancia menor a los resultados por reportar.

Al inicio del ciclo escolar sucedió algo desusado. Uno de los alumnos se presentó con ella de propia iniciativa y amablemente le dijo su nombre, no sin dejar de hacerle saber que era sobrino de la directora. A pesar de lo extraordinario del hecho, no se hubiese puesto en alerta la maestra Isabel si el estudiante hubiera dejado de mencionar que esperaba lograr un diez como calificación final.

Cualquiera que se haya dedicado a la docencia sabe del deseo que provoca la aprobación de un curso en primer lugar y luego la obtención de la mayor calificación posible. En este caso había un binomio extraño en el discurso: soy sobrino de la directora y quiero un diez como calificación final.

Otorgándose el beneficio de la duda, la profesora Isabel dejó de lado su desconfianza inicial y dio el trato regular que daría a cualquier estudiante. Pronto las dudas se disiparon al dar fe de la dedicación y empeño del joven. Trabajos y exámenes eran impecables en cuanto a contenido y presentación. Asistencia sin tacha y conducta impecable. Sólo hubo un pequeño detalle de alerta al percatarse de que algunas tareas no eran presentadas; sin embargo, habiendo quedado claros los criterios de evaluación, no habría lugar a protestas ni conflictos.

A fin del curso los resultados se presentaron tal como sucede de manera común. Una mínima cantidad de alumnos con problemas de acreditación, un pequeño grupo concentrando las calificaciones más altas y por supuesto, el gran segmento de los que ocupaban los sitios intermedios. En cuanto al sobrino de la directora: ¡Focos de alerta!

¿Romper las normas de la evaluación escolar?

Menudo conflicto le había creado. De no haberse presentado en los primeros días de clase con ella, tampoco habría hecho significativo su resultado. La maestra había revisado con curiosidad rubro por rubro lo que sería la calificación final. Curioso caso: exámenes y trabajos daban cuenta de que los objetivos del curso se habían cumplido a cabalidad y de manera inmejorable. Si la evaluación tan sólo hubiese contemplado estos dos aspectos, sin duda la nota sería de diez, el problema es que había faltado la entrega de varias tareas que representaban un 20 % de la evaluación final. Así las cosas y apegándose estrictamente a los números y porcentajes, la calificación que le correspondía era la de ocho. La maestra Isabel supo de inmediato que habría problemas con el joven

Llegó el desagradable momento de hacerle saber a cada estudiante cuál era la calificación que había obtenido. Ya se conocen todas las reacciones posibles: el llanto ante una nota reprobatoria, el suspiro de alivio al escuchar que se aprobó aunque fuera "de panzazo", la expresión de triunfo al tener una calificación alta, el puchero al no haber logrado lo que se esperaba. El sobrino de la directora mostró sorpresa: en su fuero interno había la convicción de haber logrado la puntuación más alta.

Al lunes siguiente la maestra Isabel se enteró de una carta de protesta, en la que el estudiante de marras esgrimía una serie de argumentos como para que su calificación subiera del ocho al diez. Palabras más, palabras menos plateaba que:

El hecho de que el alumno fuera sobrino de la directora constituía un elemento de presión, aun cuando ella -justo es decirlo- no había dado muestras de pretender intervenir, al menos por el momento. Los buenos resultados en el aprendizaje tenían fuerza y contundencia, pero a un lado estaba también el incumplimiento de algunas de las actividades programadas. La propia conciencia de su fuerza -simbólica al menos- daban piso firme al alumno que se mostraba dispuesto a hacer, si así resultase necesario, un pequeño escándalo escolar.