Hay años escolares en los que pareciera que la vida intenta ponernos a prueba. No importa si han sido cinco, diez o veinte años los dedicados a la docencia, de repente sucede que encontramos al alumno o alumna que se convierte en la horma de nuestro zapato. Todos los que hemos tenido a nuestro cargo grupos de estudiantes sabemos que -de manera normal y consistente- tendremos que enfrentar, más que alumnos típicos, roles que de una y otra manera surgen en cualquier grupo.

Más allá del nombre o número de lista, sabremos que habrá quien se encargue de las bromas durante las sesiones de clase. Existirán uno o más estudiantes que intentarán ponernos a prueba en los más diversos aspectos. Otros tomarán a su cargo ser la conciencia del grupo, e intentarán ser nuestro más cercano -y a veces incómodo- colaborador. No faltará aquel que supone -aunque no se percate de ello- que su destino, al menos por ese año, es el de funcionar como el encargado de sabotear cualquier actividad propuesta por el maestro o la maestra.

A veces es la experiencia, a veces la intuición; o, en última instancia, un colmillo bien retorcido el que nos permite saber cómo tratar y ubicar a cada uno de esos jóvenes o grupillos que se forman de manera natural alrededor de ellos. Sin embargo, por fortuna muy de vez en cuando, surge algún o alguna estudiante que puede más, que rebasa el límite que estamos acostumbrados a manejar.

Escolares que hacen tambalear nuestra hasta entonces firme vocación magisterial. Auténticos galimatías que no logramos descifrar. Fuentes de canas verdes, blancas o de cualquier otro color. Catalizadores que aceleran nuestra incipiente calvicie. Agentes coadyuvantes para transformar esa discreta colitis nerviosa en úlcera galopante. Pequeños bandoleros que nos escamotean el sueño tranquilo y reparador.

Pues bien: no es extraño que cuando surge de entre nuestras huestes alguno de estos escolares fuera de serie, la tentación inmediata sea la de llevar las cosas hasta el límite, en busca de una solución final. En alguna de esas noches de insomnio, que son capaces de regalarnos, damos vueltas y vueltas al problema inventando mil soluciones posibles.

A veces optamos por la presión, la marca personal, cuando se trata de niños y niñas inquietos, indisciplinados, groseros o bravucones. Cada vez que hay preguntas... la primera es para nuestra "estrellita marinera". En los exámenes nos volvemos particularmente quisquillosos. Pobre de ella o él, si es sorprendido conversando o pasando papelitos durante la clase. Llamado a los padres y presentándoles al crío o a la cría, cual si fuese uno de los jinetes del Apocalipsis o por lo menos una de las plagas que arrastraban tras de sí.

Más desconcertantes aún son aquellos discípulos que, lejos de ejercitar el noble arte de la indisciplina, se ensañan con nuestros hígados, de maneras tan sutiles como efectivas. Qué complicado lidiar con aquel o aquella que, lejos de usar el ruido como forma de rebeldía, opta por una resistencia pasiva que envidiaría el mismo Gandhi. Nada parece motivarles, nada despierta su curiosidad o interés. Capaces de permanecer por horas en su pupitre con la mirada perdida en el infinito. Desgano para buscar el cuaderno, indolencia en la lectura, apatía ante la discusión.

- ¿Tienes dudas?

- No.

- ¿Participas?

- No.

-¿Te interesaría que complementáramos con algo más?

- No.

- Pero... ¿es que no te importa nada de lo que estamos haciendo?

- Mmmm... pues no.

¿Mi reino por un caballo? No, mi reino por una sola chispa de interés. Chicos y chicas como estos matan por inanición nuestro entusiasmo. Nada o casi nada en ellos nos retroalimenta y nos invita a seguir. Candidatos seguros para ser dejados de lado, para ser ignorados. La clase se hace para los otros, los indiferentes pasan a ser parte del mobiliario. Maniquíes que ocupan los espacios vacíos y nada más. Dejamos de ser sus maestros y ellos nuestros alumnos. Triste desperdicio de quien podría enseñar y de quien podría aprender.

Están también los que en todo momento cuestionan nuestros supuestos saberes. Los inquietos curiosos a quienes nunca deja satisfechos una explicación incompleta o superficial. Esos y esas de inagotable imaginación para formular de mil formas distintas la misma pregunta, o que asocian lo dicho con las más extravagantes hipótesis. Esos acuciosos observadores que cismáticamente niegan la fotosíntesis, e "insolentemente" -como solemos decir- exponen como argumento para su disentimiento esa planta de color blancuzco que han visto en el jardín de una de sus tías.

¿Alumnos imposibles? ¿Estudiantes incómodos? Eso depende de la visión de cada maestro y maestra. Cierto que a veces no nos dejan sentirnos a nuestras anchas dentro del salón de clase; pero, por fortuna, si tenemos la disposición para aprender, pueden convertirse en nuestros mejores maestros.

¿Alumno maestro? ¿Y qué me va a enseñar a mi un estudiante problemático? Si la soberbia es mucha... seguramente nada. Ahora que si de cualquier manera va a ser parte del grupo al que nos toca atender, podríamos tratar de aprovechar la experiencia. En algo que parece absurdo, ellos son los que nos hacen mejores maestros.

Son los escolares fuera de serie los que nos fuerzan a trabajan con la mayor concentración. Ante el temor de la dispersión, el desorden o el franco sabotaje, hacen surgir nuestra más cuidadosa planeación de actividades. Pocas cosas son dejadas al azar si sabemos que la falta de un plan alterno -en caso de necesidad- hará posible que reine el caos.

El ingenio se agudiza, las neuronas trabajan a su máxima eficiencia. Eso sin contar con el tiempo que nos obligan a dedicar a la reflexión para la búsqueda de caminos alternos, siempre y cuando seamos lo suficientemente listos como para darnos cuenta de que la vieja fórmula ha dejado de funcionar, cuando menos en ese momento y circunstancia. Si esto no es una enseñanza, difícilmente encontraremos algo que lo sea.

Entrañables alumnos-maestros, que nos obligan a pensar en una y mil formas para hacer nacer en ellos el entusiasmo por aprender cosas nuevas. Provocadores de la reconstrucción de nuestro propio proceso como estudiantes. Reto que, en caso de ser aceptado por nosotros, nos permitirá experimentar otras formas para enseñar lo mismo pero de mejor manera. Apáticos que nosotros mismos hemos formado con las formas anacrónicas de enseñanza-aprendizaje; y que con su actitud nos hacen saber que debemos cambiar, innovar, mejorar y abordar con más creatividad nuestra tarea. Importante lección que recibimos.

Rebeldes irreverentes que con sus cuestionamientos y curiosidad inmensa, nos motivan a prepararnos más. Severos examinadores que no nos dejan otra opción excepto el estudio más profundo para subsanar carencias. Colaboradores y sinodales que, cuando nos fuerzan, se fuerzan también y elevan el nivel académico del grupo en su totalidad.

¿Qué puede enseñarnos un alumno problemático? ¿Quién es alumno de quién? Si la soberbia es mucha... posiblemente nada. Si tenemos la disposición para aprender la lección... cada quien tiene su respuesta.