La situación de la clase obrera en Inglaterra

Una ciudad como Londres, donde se puede caminar durante horas sin siquiera entrever el comienzo del fin, sin descubrir el menor indicio que señale la proximidad del campo, es algo verdaderamente muy particular. Esta enorme centralización, este amontonamiento de 3,5 millones de seres humanos en un solo lugar ha centuplicado el poderío de estos 3,5 millones de hombres. La misma ha elevado a Londres al rango de capital comercial del mundo, creado los muelles gigantescos y reunido los millares de naves que cubren continuamente el Támesis. No conozco nada que sea más importante que el espectáculo que ofrece el Támesis, cuando se remonta el río desde el mar hasta el London Bridge. La masa de edificios, los astilleros de cada lado, sobre todo en la vecindad de Woolwich, los innumerables barcos alineados a lo largo de ambas riberas, que se aprietan cada vez más estrechamente los unos contra los otros y no dejan finalmente en medio del río más que un canal estrecho, por el cual se cruzan a plena velocidad un centenar de barcos de vapor –todo esto es tan grandioso, tan enorme, que uno se aturde y se queda estupefacto de la grandeza de Inglaterra aún antes de poner el pie en su suelo–. Por lo que toca a los sacrificios que todo ello ha costado, no se les descubre sino más tarde. Cuando uno ha andado durante algunos días por las calles principales, cuando se ha abierto paso penosamente a través de la muchedumbre, las filas interminables de vehículos, cuando se ha visitado los “barrios malos” de esta metrópoli, es entonces solamente cuando se empieza a notar que estos londinenses han debido sacrificar la mejor parte de su cualidad de hombres para lograr todos los milagros de la civilización de los cuales rebosa la ciudad […]. La muchedumbre de las calles tiene ya, por sí misma, algo de repugnante, que subleva la naturaleza humana. Estos centenares de millares de personas, de todas las condiciones y clases, que se comprimen y se atropellan, ¿no son todos hombres que poseen las mismas cualidades y capacidades y el mismo interés en la búsqueda de la felicidad? ¿Y no deben esas personas finalmente buscar la felicidad por los mismos medios y procedimientos? Y, sin embargo, esas personas se cruzan corriendo, como si no tuviesen nada en común, nada que hacer juntas; la única relación entre ellas es el acuerdo tácito de mantener cada quien su derecha cuando va por la acera, a fin de que las dos corrientes de la multitud que se cruzan no se obstaculicen mutuamente; a nadie se le ocurre siquiera fijarse en otra persona. Esta indiferencia brutal, este aislamiento insensible de cada individuo en el seno de sus intereses particulares, son tanto más repugnantes e hirientes cuanto que el número de los individuos confinados en este espacio reducido es mayor. Y aun cuando sabemos que este aislamiento del individuo, este egoísmo cerrado son por todas partes el principio fundamental de la sociedad actual, en ninguna parte se manifiestan con una impudencia, una seguridad tan totales como aquí, precisamente, en la muchedumbre de la gran ciudad. La disgregación de la humanidad en mónadas, cada una de las cuales tiene un principio de vida particular, y un fin particular, esta atomización del mundo es llevada aquí al extremo. […] De ello resulta asimismo que la guerra social, la guerra de todos contra todos, aquí es abiertamente declarada. […] cada quien explota al prójimo, y el resultado es que el fuerte pisotea al débil y que el pequeño número de fuertes, es decir los capitalistas, se apropian todo, mientras que solo queda al gran número de débiles, a los pobres, su vida apenas. En esta guerra social, el capital, la propiedad directa o indirecta de las subsistencias y de los medios de producción es el arma con la cual se lucha; asimismo, está claro como el día que el pobre sufre todas las desventajas de semejante estado: nadie se preocupa de él; lanzado en este torbellino caótico, tiene que defenderse como pueda. Si tiene la suerte de encontrar trabajo, es decir, si la burguesía le concede la gracia de enriquecerse a su costa, obtiene un salario que apenas es suficiente para sobrevivir; si no encuentra trabajo, puede robar, si no teme a la policía, o bien morir de hambre y aquí también la policía cuidará que muera de hambre de manera tranquila, sin causar daño alguno a la burguesía. […] Toda gran ciudad tiene uno o varios “barrios malos”, donde se concentra la clase obrera. Desde luego, es frecuente que la pobreza resida en callejuelas recónditas muy cerca de los palacios de los ricos, pero, en general, se le ha asignado un campo aparte donde, escondida de la mirada de las clases más afortunadas, tiene que arreglárselas sola como pueda. En Inglaterra, estos “barrios malos” están organizados por todas partes más o menos de la misma manera, hallándose ubicadas las peores viviendas en la parte más fea de la ciudad. Casi siempre se trata de edificios de dos o una planta, de ladrillos, alineados en largas filas, si es posible con sótanos habitados y por lo general construidos irregularmente. Estas pequeñas casas de tres o cuatro piezas y una cocina se llaman cottages y constituyen comúnmente en toda Inglaterra, salvo en algunos barrios de Londres, la vivienda de la clase obrera. Las calles mismas no son habitualmente ni planas ni pavimentadas. Son sucias, llenas de detritos vegetales y animales, sin cloacas ni cunetas, pero en cambio sembradas de charcas estancadas y fétidas. Además, la ventilación se hace difícil por la mala y confusa construcción de todo el barrio, y como muchas personas viven en un pequeño espacio, es fácil imaginar qué aire se respira en esos barrios obreros. Por otra parte, las calles sirven de secaderos. Cuando hace buen tiempo se amarran cuerdas de una casa a la de enfrente y se cuelga la ropa mojada a secar.”

Engels, Friedrich. “La situación de la clase obrera en Inglaterra” (1842). En: Obras escogidas. Moscú. Progreso, 1979.