Hablar de Colombia es, habitualmente, hablar de narcotráfico y su consecuencia, la violencia, señalándosela en los reportes de derechos humanos internacionales como uno de los países más violentos del hemisferio, donde la vida vale menos que cualquier cosa, pero sus costos políticos, sociales, psicológicos y económicos son elevadísimos. Las cifras son espeluznantes para tratarse de un país que no se encuentra en guerra declarada.

En los años cincuenta la violencia enmascarada en una lid política entre conservadores y liberales dejó un saldo de más de 300.000 víctimas y millones de desplazados que engrosaron los cinturones de pobreza de las grandes ciudades y convirtieron a Colombia en un país predominantemente urbano. Como respuesta a esta situación en los años sesenta se conformaron grupos alzados en armas que ejercieron el poder popular mediante la autodefensa en regiones montañosas y selváticas a donde acudieron parte de los desplazados.

En los setenta el auge marimbero -marihuana- y la lucha por el poder en las zonas esmeraldíferas, además de la represión en el campo y la ciudad para combatir a la guerrilla izquierdista dejaron millares de víctimas.

En los ochenta surgen con fuerza las organizaciones del narcotráfico y sus grupos armados, los paramilitares, que dan buena cuenta de las masacres, torturas y desapariciones forzadas. Prácticamente desaparece por la vía de las armas el grupo político Unión Patriótica, y las fuerzas de izquierda armada, en represalia, vuelcan sus armas contra dirigentes políticos tradicionales.

Actualmente, los paramilitares -apoyados abiertamente por los organismos de seguridad del Estado- han surgido como alternativa armada de ganaderos, latifundistas y comerciantes contra la acción de la guerrilla, que ha desdibujado sus derroteros políticos al nutrirse para sus finanzas del narcotráfico, el soborno, el secuestro, los asaltos a entidades bancarias y los atentados contra la infraestructura petrolera del país.

Las cifras hablan por sí mismas. De hecho, mientras que en los sesenta Colombia tenía una tasa de homicidio de 30,1 por cada cien mil habitantes, siendo la décima causa de mortalidad, en 1993 ascendía vertiginosamente a 77,5 por cada cien mil habitantes, y en 1995 a 91,7 por cada cien mil habitantes, cifra superada hoy en día solamente por El Salvador, que sobrepasa el índice de 100. Colombia registra casi el 70% de los secuestros en el mundo y el 10% de los asesinatos.

En Colombia cada día matan a 74 connacionales; murieron de manera violenta 40.046 personas en 1994, de ellas 26.764 por homicidio. Estas cifras, en comparación con los 2.000 desaparecidos reportados, muestra que el perfil criminal en el país ha tomado otros rumbos para intimidar y acallar.

En 1994, según reportes del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, se registraron 45.126 autopsias, de las cuales 26.764 (el 69,8%) correspondían a homicidios; de ellos el 80% fueron con arma de fuego. De cada 14 personas asesinadas, 13 eran hombres. El 78,5% estaban entre los 15 y 44 años de edad. La tasa de muertes violentas en algunas ciudades del país como Medellín, Itagüí, Palmira, Bello, Bucaramanga ascendían respectivamente a 407,8; 387,7; 285,3; 254,9 y 238,4 por cien mil habitantes respectivamente, y demuestran que los departamentos más permeados por el narcotráfico y los paramilitares son, a su vez, los de mayor índice de violencia, como Antioquia, Valle y Santander.
En promedio, la tasa nacional de muertes violentas fue en 1994 de 127 personas por cada cien mil habitantes, muy por encima de la mínima de 20 considerada internacionalmente como necesaria para lograr el desarrollo económico y social adecuado (El Tiempo, miércoles 28 de junio de 1995:19A). Es tal la carga de la muerte violenta en la sociedad, que gran parte del presupuesto de los mayores hospitales públicos de Bogotá -el San Juan de Dios y el San Vicente de Paul- se gasta en atención de urgencias, con un 65% y 40% respectivamente de su presupuesto. Mientras que en el mundo entero el promedio de carga de la enfermedad por homicidio es del 1%, y en América Latina del 3%, en Colombia alcanza el 25%. El número de años de vida saludables perdidos es del 75% de la carga de la enfermedad en varones entre los 15 a 59 años (Lugo, 1997).

Este fenómeno le cuesta al país aproximadamente un 3,5% del Producto Interno Bruto, cifra muy alta si la comparamos con el 1,3%, 2,96% y 2,8% del PIB que le costaban respectivamente los gastos de salud, educación y fuerza pública de 1993 (Camacho, 1994:18). Al lado de los costos económicos hay que agregar los sociales, no ponderables, que generan un sentimiento de inseguridad, temor, desconfianza e individualismo.

En Colombia hasta tal punto se ha perdido el valor por la vida, que en algunas circunstancias el indigente vale más muerto que vivo. En 1992 el cadáver de un indigente -denominados en el país "desechables" porque carecen de supuesto valor- recién asesinado a golpes y disecado por funcionarios de la morgue universitaria, costaba para los practicantes de Medicina en la Universidad Libre de Barranquilla cerca de 150 dólares. En esta práctica depredatoria intervenían supuestamente vigilantes, funerarias y directivas universitarias, que ofrecían los cadáveres a los estudiantes para sus prácticas. Gracias a la labor interdisciplinaria de la Fiscalía y Medicina Legal se logró la identidad de algunos de ellos, del total de once cadáveres encontrados.Las masacres como método de intimidación

La figura de la desaparición forzada ha sido desplazada desde 1985 por un método de intimidación, de aniquilamiento y de factor psicológico más impactante: las masacres, que en lenguaje de los investigadores produce el fenómeno del enterrar y callar en las víctimas, y del matar, rematar y contramatar en los victimarios. Lo último conduce a lo primero (Uribe, 1990). El incremento de muertes violentas en el país en forma de masacres está asociado, como lo demuestran las cifras mencionadas anteriormente, con el aumento de la actividad del narcotráfico y su brazo armado, los paramilitares, especialmente en el Urabá antioqueño, Magdalena Medio y Valle del Cauca. El cruce de mapas de las áreas de actividad del narcotráfico, masacres, desplazados y mayor número de denuncias de violaciones de derechos humanos según estudios adelantados por el profesor Alejandro Reyes (curso de Conflicto y Sociedad, posgrado de Antropología Forense, Universidad Nacional de Colombia) muestra una impresionante coincidencia.

Para entender la razón y los motivos de la existencia de esa práctica inhumana, es necesario comprender la realidad geopolítica del país. Colombia es un conglomerado humano profundamente fragmentado en relación con el manejo del poder, pues el Estado no detenta el monopolio de la fuerza en todo el territorio nacional, especialmente en las regiones selváticas, montañosas, semidesérticas y despobladas y, por consiguiente, ejerce solamente un dominio parcial sobre vastas regiones de la periferia de influencia política.

Por otro lado, los vacíos de justicia conducen a que amplios sectores se la tomen por cuenta propia para dirimir sus conflictos con sus propias manos. De esta manera, las regiones de la periferia de influencia, vacías de poder y justicia, son tomadas por poderes locales con mayor o menor legitimidad, entre los que se encuentran contraestados como la guerrilla, y paraestados como los grupos paramilitares, los escuadrones de la muerte y las milicias populares. Desde su lógica, cada uno de ellos considera al otro, a su opositor, como un trasgresor de sus normas, y por consiguiente, un antisocial que puede y debe ser eliminado. Dentro de esta lógica, la masacre representa el método más expedito de reprimir o aniquilar a sus contrincantes. Así, la masacre es definida por los investigadores como "el acto de liquidación física violenta, simultánea o cuasi simultánea, de más de cuatro personas en estado de indefensión" (Uribe, Vásquez, 1995: 37).

Según los fines perseguidos, el sentido ideológico y los motivos de las acciones, las masacres se clasifican en tres tipos (Uribe, Vásquez, 1995: 38-40):

1. Masacres políticamente orientadas. Son aquellas encaminadas a la lucha violenta por el poder. Se subdividen en tres variantes:

  1. Masacres estatales, adelantadas por agentes de seguridad del Estado contra enemigos declarados del sistema, por ejemplo, contra guerrilleros fuera de combate o campesinos simpatizantes; acometidas por el ejército y la policía. El holocausto del Palacio de Justicia, en donde el ejército -en aras de la defensa de la Constitución- dio muerte a cerca de un centenar de personas, entre guerrilleros, magistrados y empleados de esa entidad. La masacre de Trujillo (Valle) es también un ejemplo fiel de este tipo de acciones, donde el ejército asesinó a un grupo de campesinos indefensos, a los que se les colocaron armas en las manos para aparentar un enfrentamiento con la guerrilla. Otro caso ocurrió en 1991, cuando aparecieron diecisiete cadáveres en una fosa común entre las localidades de Villa del Rosario y Los Patios, cerca de Cúcuta, norte de Santander. Las víctimas eran comerciantes asesinados posiblemente por agentes de seguridad del Estado por sus probables nexos con la guerrilla en el tráfico de mercancías desde Venezuela;
  2. Masacres paraestatales, llevadas a cabo por agentes estatales al margen de su investidura institucional, aliados con sectores civiles que colaboran como informantes, contra enemigos declarados o supuestos del sistema. Las más características son las efectuadas por grupos paramilitares contra militantes de grupos de izquierda, sus simpatizantes y bases de apoyo de la guerrilla. Por lo general, sus cuerpos son enterrados en fosas comunes en predios de los mismos paramilitares, por ejemplo en fincas de Fidel Castaño, o en predios del extinto narcotraficante Gonzalo Rodríguez Gacha en el Meta, para que no sean exhumados e identificados. También son arrojados a abismos o depresiones naturales como las de Hoyo Mamayo y Hoyo Malo en San Vicente de Chucurí, Santander. Estas fosas comunes son muy corrientes en los Santanderes, pero como están en zonas de influencias de los paramilitares los organismos judiciales no se atreven a intervenir para su exhumación e identificación;
  3. Masacres de la guerrilla. Las adelantadas por la guerrilla contra el ejército, la policía y otros organismos de seguridad y sus aliados; también contra grupos de izquierda desmovilizados a quienes consideran traidores, como el caso de las masacres de las FARC contra los integrantes del grupo desmovilizado del Urabá antioqueño Esperanza, Paz y Libertad (EPL). También se incluyen las ejecuciones de ganaderos, comerciantes e industriales secuestrados por la guerrilla, pero que no han pagado su respectivo rescate. Sus cuerpos son abandonados en el lugar de los hechos con sus respectivos documentos de identidad, para que sirvan de escarmiento. Dentro de este mismo subtipo cabe el ejemplo de Mapiripán, pues allí se enfrentaron paramilitares y guerrilleros con un saldo de más de 100 muertos de bando y bando. Los cuerpos de las víctimas fueron abandonados a campo traviesa por temor a ataques de los contrincantes, siendo consumidos y esqueletizados en el transcurso de una semana por aves de rapiña y otros depredadores. El levantamiento e identificación de los cadáveres sólo se podrá adelantar cuando cesen las hostilidades en la región para que puedan entrar los organismos judiciales. Su labor será equivalente a la de un siniestro masivo.

2. Masacres orientadas socialmente. Son aquellas en las que, partiendo de la intolerancia social o la venganza y otros códigos culturales, se consideran indeseables a determinados grupos marginados de la sociedad, y, por consiguiente, hay que eliminarlos. Se subdividen en dos subtipos:

  1. Masacres contra grupos marginales y de excluidos. Son las perpetradas por los llamados grupos de limpieza social -policía por lo general- contra pandillas juveniles, desempleados o trabajadores informales, indigentes, mendigos, expendedores de droga, drogadictos, niños de la calle, trabajadoras sexuales y habitantes de la calle -recicladores de basura-. Sus cuerpos generalmente son abandonados en los botaderos de basura, y por cuanto son NN en vida por no portar documentos de identidad, su identificación es muchas veces imposible. Como ejemplo de esta acción tenemos el asesinato de varios individuos, posibles miembros de una banda de ladrones de carros y delincuentes reincidentes que fueron asesinados y arrojados a un abismo de más de trescientos metros en el cerro del Mirador, llegando al aeropuerto de Bucaramanga.
  2. Masacres contra grupos familiares. Tiene como finalidad aniquilar los vínculos de sangre de una familia, eliminando de paso a los vengadores. Obedece a diversas índoles, entre otras la venganza, el rencor por ofensas del pasado, robo de bienes, etcétera. Sus cuerpos son dejados en el lugar de la masacre para escarmentar a los posibles sobrevivientes. Estas masacres fueron frecuentes en la región de la Guajira, donde descendientes de clanes indígenas se asesinaban entre sí hasta acabar con los miembros de la familia de contendientes. Hoy día son frecuentes en la llamada Calle del Cartucho, Bogotá, habitada por grupos de indigentes.

3. Masacres orientadas económicamente. Corresponde a las que tienen como finalidad la apropiación de bienes ajenos y el lucro fácil. No les interesa la eliminación de la víctima en sí sino la apropiación de su droga, mercados o áreas de influencia. Se subdivide en tres tipos:

  1. Masacres del narcotráfico. Contempla la eliminación de sus posibles rivales del mercado de las drogas, como también de las autoridades, periodistas y políticos que obstaculicen sus objetivos. La muerte de los ministros de Justicia Lara Bonilla y Low Murtra, del candidato presidencial Luis Carlos Galán buscaban estos objetivos. A principio de los 90 el asesinato de decenas de personas en el Valle del Cauca era el producto de la lucha de los carteles de esa región. Sus víctimas eran abaleadas, electrocutadas con cables de alta tensión y finalmente arrojadas descuartizadas en costales al río Cauca. Los pescadores no podían recoger los cadáveres so pena de muerte;
  2. Masacres por apropiación. Representa una modalidad de la anterior en donde se elimina a los rivales de negocio para apropiarse directamente de bienes ajenos o cobrar cuentas pendientes. La lucha entre los carteles de Medellín y Cali dio origen a atentados terroristas contra sus respectivas propiedades;
  3. Masacres por desequilibrio psíquico. Son llevadas a cabo por uno o más individuos contra más de cuatro personas indefensas. Un caso patético fue el registrado en el restaurante italiano Pozzeto de Bogotá, donde un excombatiente de Vietnam asesinó a una decena de indefensos comensales en un acto de desesperación psíquica, y luego se suicidó. El estudio de las principales características de las masacres demuestra que el número de ellas y de sus víctimas se ha incrementado desde 1988. Se presentaron con más frecuencia en las comunas nororientales de Medellín, en Ciudad Bolívar de Bogotá, conformada por un conjunto de barrios de escasos recursos económicos, en las barriadas del Distrito de Agua Clara en Cali, en el Magdalena Medio, Santanderes y Urabá antioqueño. Como siempre, la mayoría de las víctimas son campesinos, trabajadores, empleados, indígenas y dirigentes políticos que se encuentran en un fuego cruzado, viéndose obligados a emigrar a los barrios marginados de las grandes ciudades. El resultado de esta guerra soterrada son el millón de desplazados que buscan techo, agua y alimentos para sostener sus pobres familias, pero que no reciben auxilio internacional como Bosnia o Ruanda, pues aparentemente no es un país en guerra.
El drama de los desplazados

El mayor drama humano jamás vivido en toda la historia de Colombia lo padecen cerca de 920.000 desplazados por la violencia desde 1985. De ellos, 230.000 -según datos de la Arquidiócesis de Bogotá- han llegado a la capital. Para 1996 se calcula que arribaron 9.700 hogares, casi 50.000 personas desplazadas por la violencia. En los primeros seis meses de 1997 han llegado unas 6.200 familias -unas 30.000 personas-. Es decir, diariamente llegan a Bogotá 34 familias procedentes de Antioquia (32%), Meta (11%), Cundinamarca (9%) y la Costa (16%) y otros departamentos (13%), sin una dirección a donde dirigirse, en busca de viviendas pasajeras en las lomas de invasión urbana de Ciudad Bolívar y fuentes de trabajo para sustentar a sus hambrientos hijos. El 57% de los desplazados es población infantil menor de 15 años de edad; el 13% tiene entre 15 y 19 años; es decir, el 70% no está en edad laboral. Después de haber sido toda la vida jornaleros agrícolas (34%), empleados (11%), amas de casa (11%), se convierten en vendedores ambulantes (25%), oficios varios (13%) y empleadas domésticas (16%), aunque la gran mayoría continúa sin empleo (29%) (El Tiempo, 21 de septiembre de 1997: 8A).De las deficiencias de la Justicia

La Constitución de 1991 plasmó en sus artículos las iniciativas de fuerzas democráticas. Pero la impunidad es tan alta y la Justicia tan lenta e ineficiente que el 97% de los crímenes queda sin castigo. La Fiscalía, antigua Instrucción Criminal, creada en 1991 para aligerar los procesos judiciales con cerca de 12.000 funcionarios supuestamente calificados, ha demostrado ser nada más que un fortín burocrático de una línea política o regional del país, designando cargos directivos no por concurso de méritos sino por complacencias políticas. Muchos de sus funcionarios desperdician el tiempo en espera de una misión de trabajo que llega muy de vez en cuando. Entretanto, millares de denuncias de familiares de víctimas de masacres y desaparición forzada siguen sin atenderse, como es el caso de la exhumación de las víctimas del holocausto del Palacio de Justicia acaecido en 1985 que desde ese entonces no han sido atendidas. Por otro lado, los funcionarios de Medicina Legal no dan abasto con las 20 autopsias diarias en Bogotá, con las denuncias por violaciones sexuales, maltratos infantiles, accidentes de tránsito y las peritaciones por agresiones. El protagonismo institucional, profesional e individual ha impedido una mayor labor interinstitucional e interdisciplinaria que optimice recursos y agilice la labor de justicia. El protagonismo en la escena de los hechos de masacres, siniestros aéreos y terrestres por recolectar las evidencias y ser analizadas por su propia entidad; el ocultamiento de los datos para que la institución contraria no llegue primero a resultados positivos; la jerarquización profesional donde los médicos -más si son genetistas- son los llamados a dirigir y ocupar los altos cargos, desestimando la labor de odontólogos, antropólogos, físicos, químicos y otros profesionales; y, finalmente los celos individuales donde la misiones de trabajo requieren muchas veces de la discusión colectiva de los resultados, pero las diferencias en un mundo tan protagonista e individualista no lo permiten. Estas deficiencias hacen lenta la labor de justicia, demorando indebidamente los dictámenes periciales, y por ende el juzgamiento de los casos en detrimento, finalmente, de la justicia y de la misma sociedad que atiborra las cárceles de presos, muchas veces culpables, otras veces inocentes en espera de un fallo que nunca llega. Los desórdenes en la gran mayoría de cárceles del país son fiel reflejo de esa situación de angustia y hacinamiento en que se vive.La identificación y la antropología forense

Por las características de la violencia expuestas, en Colombia la antropología forense que se practica o se debe practicar configura rasgos muy particulares, en donde se combina la parte social, arqueológica y bioantropológica. Mientras que en Estados Unidos se le considera una "rama de la Antropología física que con fines forenses trata de la identificación de restos óseos más o menos esqueletizados, humanos o de posible pertenencia humana"; en nuestros países, además, debe conjugar los conocimientos de la situación de conflicto y derechos humanos para conocer el modus operandi de los victimarios y el entorno de las víctimas, con los conocimientos en arqueología, y, para el caso nuestro, de montañismo. Por tal razón, el objetivo no es solamente la identificación del individuo esqueletizado, también, el establecimiento de las causas y circunstancias de la muerte. Uno de los mayores aportes de la antropología biológica a las ciencias forenses ha sido, además de desarrollar métodos para estimar edad, sexo, patrón racial, estatura y rasgos individualizantes en la identificación de restos óseos humanos, la reconstrucción facial, que se inició por el interés de conformar galería de antepasados homínidos. Si bien no es una prueba concluyente sino indiciaria, permite obtener un retrato hablado a partir de los restos óseos, y sus resultados son verificables y repetibles, es decir, científicos. Este retrato, además de ser barato y rápido de realizar pues se puede adelantar en un par de horas, permite ahondar en la búsqueda de personas que no tienen elementos de cotejo, tales como huellas dactilares y carta dental. Su difusión a través de álbumes de desaparecidos por los medios de comunicación y en los archivos que revisan los familiares de las víctimas debe conducir a más pistas hasta llegar a su plena identificación. Para mejorar los resultados en la aplicación del método de reconstrucción facial, se requiere de conocer mejor la variación de las poblaciones latinoamericanas en lo concerniente a la relación del grosor del tejido blando y el somatotipo facial, con respecto a la edad, sexo y patrón racial. En este sentido se han realizado algunas investigaciones en el país. Por otro lado, la prueba genética, considerada la prueba reina en identificación, debe adelantarse solamente cuando se hayan agotado los otros recursos de identificación -dactiloscopia, carta dental, antropología-, o para tener plena certeza de los resultados. Sus costos son elevados, requiere de personal y laboratorios especializados, sus resultados son demorados, y, finalmente si falla la cadena de custodia, las muestras se pueden trastocar o contaminar. Es decir, son falibles y el caso del desaparecido colombiano Luis Fernando Lalinde Lalinde, que fue identificado por las pruebas de las prendas, la descripción odontológica y antropológica, pero para mayor certeza se solicitó la prueba genética, así lo demuestra.

Un conocido genetista colombiano dictaminó, una vez analizados dientes y huesos de NN alias Jacinto que los restos no correspondían a Luis Fernando y que sus resultados eran concluyentes, irrefutables e inmodificables. Motivados por la curiosidad de esta extraña peritación se remitieron otras muestras a la doctora Mary Claire King de Estados Unidos, quien concluyó con un 99,98% de probabilidades que NN alias Jacinto excavado en las montañas del Quindío, sí era pariente de doña Fabiola Lalinde. Los militares que tenían el caso tuvieron que reconocer en la entrega de los restos que el NN alias Jacinto que tenían en su poder correspondía a Luis Fernando. Después de 12 años de angustiosa búsqueda, su madre le pudo dar cristiana sepultura en su ciudad natal. Tanto las características de la violencia en Colombia, en donde la mayoría de las víctimas -cerca de 20.000 personas anuales, de las cuales aproximadamente un millar aparece como NN en las morgues de Medicina Legal y un centenar de cadáveres se esqueletiza y son remitidos a la Fiscalía para su identificación- son asesinadas por armas de fuego en acción de masacres, como el desarrollo de la Antropología y otras Ciencias Forenses, exigen la aplicación de métodos y técnicas de identificación apropiadas, en un entorno interdisciplinario, interinstitucional, dejando a un lado los celos y comportamientos individuales que nada bien le hacen a la ciencia. Pero para obtener mejores resultados, es importante la participación activa de los familiares de las víctimas no solamente en el suministro de información para el cotejo y posterior identificación, y en la insistencia para que se realicen las exhumaciones, sino en la denuncia internacional de las violaciones de derechos humanos para presionar por cambios en la estructura política y social de nuestros países, de manera que no vuelvan a lesionar a la sociedad. En esto radica la importancia de las organizaciones de Abuelas de Plaza de Mayo, Madres de Plaza de Mayo, Fedefam, Asfaddes y otras.


Extraído del libro Juventud e Identidad III. Congreso Internacional Tomo II
En http://www.conadi.jus.gov.ar Biblioteca digital