El castillo de Otranto, de Horace Walpole (fragmento)

“En aquel momento, el retrato de su abuelo, que pendía sobre el banco donde habían estado sentados, exhaló un suspiro y movió el pecho. Isabella, que estaba de espaldas al cuadro, no pudo ver el movimiento ni saber de donde provenía el susurro, pero se asustó y dijo, al tiempo que se encaminaba a la puerta: —Escuchad, señor, ¿qué ha sido ese ruido? Manfred tenía dividida la atención entre la huida de Isabella, que ya había llegado a las escaleras, y la imposibilidad de apartar la vista del cuadro, que empezaba a moverse. Sin embargo, ya había dado unos pasos hacia ella, aunque todavía seguía mirando el retrato, cuando vio que la figura se salía del cuadro y descendía hasta el suelo con aire triste y melancólico. —¿Estoy soñando? —exclamó Manfred dándose vuelta—. ¿O se confabulan todos los demonios contra mí? ¡Habla, espectro infernal! Si eras mi antepasado, ¿por qué conspiras también en contra de tu desdichado descendiente que paga muy cara…? Antes de que pudiera concluir, la visión suspiró de nuevo e hizo una indicación a Manfred para que le siguiera. —¡Adelante! —gritó Manfred—. Te seguiré hasta los infiernos. El espectro avanzó, sereno, pero apesadumbrado, hasta el fondo de la galería, y entró en una estancia a la derecha. Manfred le seguía a corta distancia, decidido, aunque lleno de espanto y ansiedad. Cuando iba a entrar a la estancia, una mano invisible cerró la puerta violentamente. El príncipe, tomando valor ante esta demora, hubiera forzado la puerta con el pie, pero esta se resistía a todos sus esfuerzos.