Ana María Gorosito Kramer

Universidad Nacional del Nordeste

(Versión literal de la intervención no corregida por la autora.)

Me gustaría plantear algunas cuestiones que me preocupan como problemas en relación con la cuestión de la educación que este país propone a los pueblos indígenas.

En primer lugar, una cuestión de terminología, porque este término interculturalidad, que veo campeando en este encuentro, está estrechamente relacionado con otro, de multiculturalidad. Yo creo, o asumo, que la multiculturalidad es un concepto sobre todo acuñado en los Estados Unidos, es decir la academia. Entonces, la academia, los colegas, los antropólogos, básicamente estadounidenses, vienen a acompañar con el concepto parateórico, porque no es bien teórico, de multiculturalidad, una especie de concepción de lo social que tiene cierto éxito en los Estados Unidos, y es la idea de ver que su sociedad –sociedad, hay que decirlo, profundamente desigual– puede ser concebida como si fuera una colcha de retazos, o como les dirían ellos, patchwork. Es decir, un trabajo de composición de un objeto, un tejido, hecho con distintos colores. La particularidad es que cada retazo es diferente del otro en cuanto a su tamaño, a su magnitud. No son realmente iguales, son distintos, tienen distintos tamaños. Algunos colores predominan por sobre otros que apenas aparecen en esa colcha de retazos que es la multiculturalidad. De manera que aquí la multiculturalidad en términos teóricos, y también en términos de política de poblaciones, vendría a ser algo así como el recurso que se ha escogido para resolver de alguna manera la dinámica diferencial que es propia de esa sociedad.

Las que nos están ocupando aquí hoy serían identidades étnicas. Pero también podemos hablar, debemos hablar, en correspondencia con este término, de identidades nacionales, es decir, estamos pensando en grupos migrantes de distinto origen, distintas nacionalidades, especialmente en este fin de siglo XX, comienzos del XXI, de diásporas del horror, grupos que se desplazan en el planeta. Y de otros sujetos, no necesariamente ni étnicos ni nacionales, como los movimientos de mujeres, movimientos de gays o lesbianas. Es decir, pensemos en esto que estamos viviendo desde hace unos veinte años más o menos, y que me gustaría representarlo como explosión de las identidades sociales. De golpe, como si hubieran estado contenidas, estallan y cada una de ellas quiere su derecho al reconocimiento, su derecho a la identidad, derechos sociales diferenciales, en el seno de la sociedad, y aquí es donde surge multiculturalismo. Término, entonces, a la vez de política práctica y también de naturaleza teórica. Es volver horizontal, a través de mecanismos administrativos pensados a tal efecto, aquello que es vertical y continuaría siendo vertical si la dinámica autónoma de la sociedad siguiera operando sin estos correctivos que pretenden volver a cierta igualdad, digamos. Insisto, administrativos es el término correcto, lograda por esta manera, por la guía de la norma.

Y el término interculturalidad, conforme lo pienso, está estrechamente ligado a esta percepción de lo real, algo que si no es horizontal hay que tratar de volverlo con una medida administrativa. El término interculturalidad está estableciendo, me parece, dos cosas: que las fronteras de color entre los parches se diluyan, se interpenetren, que haya traspaso de matices, entre uno y otro color, y que, sobre todo, los que están en un lado del sector social, puedan interpretar y comprender a los que están del otro lado.

Hace mucho tiempo, el filósofo francés Maurice Merleau Ponty, decía que esta era la gran función que tenía la antropología –y yo me lo creí–, que era conocerse a sí mismo, amarse más diría alguno, conocerse a sí mismo a través del desconocimiento inicial y el esfuerzo por comprender al otro. Como ustedes ven, este programa de la interculturalidad es entonces cosa seria. Yo diría, realizaría el programa humanista, que como sujetos de la contemporaneidad deberíamos defender todos; creo que todos lo estamos defendiendo, pero no sé si la manera adecuada es justamente a través de la imposición de la medida administrativa del multiculturalismo. Creo que habría que pensar en otros mecanismos porque el problema no es tan sencillo, no es un problema meramente de tejido, es tejido social. Entonces los problemas acá pueden ser muchísimo más hondos, muchísimo más complicados.

Si la interculturalidad es vista como programa humanista, como un paso hacia la realización del deseo humanista que tenemos desde la Revolución Francesa para acá, entonces yo diría que esta es una cuestión pendiente que tiene nuestra Nación-Estado. Es una cuestión que instala la globalización como un tema de agenda pública, pero que nuestra Nación-Estado tiene pendiente desde el momento en que se originó.

Entonces es una cuestión no saldada que se referiría ¿a quiénes? Bien, a las sociedades indígenas, obviamente, y diría con alto grado de cohesión interna, a los que yo prefiero referirme como pueblos o naciones indígenas, con alto grado de cohesión interna a pesar de los embates del mundo exterior. A las colectividades de origen inmigratorio, pero también a los sectores sociales vinculados a modelos culturales que no son ni industriales, ni capitalistas, ni urbanos. Generalmente los estudios especializados se refieren a ellos como campesinos, pero piénsenlo bien, sus horizontes culturales son también horizontes propios. Y finalmente a los migrantes urbanos, que vienen trayendo estas subjetividades desde los puntos desde los cuales se trasladan, desde donde tuvieron que arrancarse por los actuales procesos de empobrecimiento del agro.

Mencioné segmentos de nuestra sociedad que están disponiendo heterogeneidades. Todos lo sabemos muy bien: la escuela fue el principal, no el único pero el principal, vehículo que impone una homogeneidad, y acá estamos diciendo: «ya no queremos más». Queremos que salte la heterogeneidad. El punto es: ¿cómo alojamos a esa heterogeneidad? Es decir, le hemos dado un nombre, pero el tema es: ¿cómo se instrumenta realmente esta propuesta de la interculturalidad? Sabemos cómo se llama, pero no sabemos cómo llegar a ella. ¿Cómo tendría que formarse un docente para la interculturalidad? Y resulta que damos por supuesto que ese docente para la interculturalidad, en la hipótesis que enfrente tiene un tipo de sociedad de todas las que mencioné, que es la sociedad indígena, tiene una fracción o la totalidad de un pueblo-nación indígena. Él supone que esa cultura es homogénea. Y el aserto que hemos dado es que esa cultura es homogénea, que puede ser asida de alguna manera a través de la comprensión, de la afectividad, de la intelectualidad o todos estos mecanismos conjuntos.

Bien, dejemos que camine esa hipótesis. Vamos a la cultura de la cual participa el maestro. Entonces acá lo que quiero discutir es que esta cultura no es de ninguna manera un universal, no es de ninguna manera genérica, esta cultura que representa el maestro muy probablemente no sea más que una subcultura dentro de un abanico bastante más complejo, integrado por distintas subculturas, que no se disponen como la colcha de retazos norteamericana de la multiculturalidad, sino que se disponen en una relación vigorosamente jerárquica. Hay culturas legítimas y otras que no son tan cultura. Y yo no he traspuesto, los estoy invitando a pensar en la cultura occidental industrial urbana que es el modelo de cultura legítima que se supone que está instalado en la escuela, y les digo: este no es el único modo de pensar lo que es falsamente un universal.

Todos acá creo que somos en alguna medida representantes de subconjuntos culturales que quieren ser, que quieren manifestarse. Entonces, en esta propuesta de interculturalidad, ¿cuál de estas heterogeneidades es la que se pone ante la supuesta homogeneidad de la cultura indígena con la que vamos a trabajar? Y sigo saltando observaciones: por ejemplo en Misiones, es frecuente que el maestro provenga de una formación estándar, ha pasado por todos los avatares y ha cumplido con todos los requisitos de la formación estándar. Pero resulta que él mismo es miembro de una poderosa subcultura de origen inmigratorio, ruso, polaco, ucraniano, y esto está marcado en su fisonomía, y por esa marcación en su fisonomía y a lo mejor inclusive en su acento, es identificado por los demás como miembro de esa subcultura. Él de ningún modo es un sujeto neutro, un universal moviéndose por una sociedad neutra, de ninguna manera. Y tiene que hacer el terrible esfuerzo de aceptar que aquella forma oficial de la cultura que recibió en sus procesos de formación como maestro son "la cultura". Y entrar en un diálogo dificultoso con otra, la indígena, de la que poco y nada sabe. ¿Qué hacemos para que ese maestro disponga de los canales para hacer por lo menos estos dos pasajes que necesita hacer, de manera que la educación intercultural sea una propuesta real viable, no un término abstracto, no un término ideal? Así que esta sería mi primera cuestión, mi primera pregunta, y adoraría irme con la respuesta, que seguro no va a ser simple, pero tiene que haber una respuesta.

La segunda cuestión tiene que ver con los procesos de lecto-escritura de lenguas indígenas que han circulado por acá. Entonces yo quiero poner un problema que tiene que ver con la realidad del lugar donde yo trabajo hace muchísimos años. Yo advierto que soy antropóloga; no tengo relación sistemática y sostenida con la educación indígena tal como se hace en la provincia. Apenas soy una mera observadora, apasionada y comprometida, pero mera observadora de la cuestión. Entonces quiero contarles algo; acá hay muchos docentes que trabajan en estas escuelas y que no me van a dejar mentir. En realidad tenemos en la población indígena guaraní mayoritariamente mbyá, los siguientes niveles de lengua: el castellano, sobre todo utilizado por los hombres, en algún caso por las mujeres, porque ya en este momento de deterioro de la organización social indígena y el desmonte brutal en Misiones, están comenzando a aparecer en las periferias de las ciudades pidiendo limosna ¿no? Entonces, estas mujeres de estos grupos, los hombres todos, que trabajan fuera de sus comunidades, por un salario o por lo que sea, y los niños que están haciendo este aprendizaje, dominan apreciablemente el castellano. Algunos de ellos, sobre el río Uruguay, dominan el portugués, pero además dominan casi todos el guaraní en su vertiente campesina paraguaya, que no es el mbyá. En algún momento, hace unos cuantos años recuerdo, el padre Bartomé Meliá escribió que cuando Antonio Ruiz de Montoya publicó su primer vocabulario de la lengua guaraní, es decir, los primeros intentos de toma de esta lengua guaraní en tres versiones indígenas, y hace este diccionario que va a ser después, andando el tiempo, la fuente de este guaraní campesino actual, dijo: «produjeron los jesuitas una revolución semántica», una revolución semántica que consistió en expurgar a esa lengua de todas sus referencias religiosas. ¿Cómo se hace para sacar los contenidos religiosos de una lengua que está impregnada de punta a punta de esta referencia, donde el límite entre lo sagrado y lo profano es imperceptible? Y sin embargo, se hizo.

De manera que hoy ese guaraní campesino tiene una serie de significados que están muy lejos de los significados de la lengua mbyá. Alteraciones absolutas, ¿no es cierto? Ababe, hombre, a ser salvaje, por ejemplo ¿no? Hombre en una lengua, salvaje en otra. Y la más conocida, la mastorpetupá: tupá, es un elemento, una manifestación del panteón sagrado indígena dentro de un conjunto bastante complicado y muy hermoso de entender; tupamá es traducido como Cristo, en esta versión jesuítica, y así se traslada al guaraní paraguayo. Pero yo no terminé: estoy diciendo, entonces, que hay un mbyá que es distinto y tiene dos versiones a su vez. Una que es coloquial, la que se habla todos los días, y otra que es la llamada por mi amigo Carlos Martínez Gamba, que es de los poquitos que saben mbyá, «poético» por el uso metafórico que hace de la lengua coloquial, introduciendo además en el léxico términos que no se usan en la lengua coloquial. Fíjense todos los niveles.

Yo siempre me admiro, me emociono profundamente cuando digo: todos estos niveles ¿para qué han servido? Para que 450 años de contacto no impidieran que los mitos, que las formas de definir quién debe casarse con quién, qué deberes debe cumplir el padre con el hijo y el hijo con el padre, etc., se mantengan durante 450 años con la misma firmeza. Todas estas han sido barreras seguramente de protección, de este cuidado del repertorio cultural. Esta fue una barrera; cuidado, porque la barrera material del monte también sirvió y les dije hace un ratito «está cayendo, señores, está cayendo». Nos están dejando a las poblaciones indígenas desnudas ante nuestro macro poder. Están las barreras lingüísticas y quiero volver a ellas. Entonces, cuando plantean esta situación, no la quiero universalizar, no la quiero penalizar. En situaciones como esta, y hay otras seguramente que son parecidas a estas, donde el pueblo indígena ha hecho tan feroz, extraordinaria defensa de su patrimonio cultural a través de los contenidos de una lengua que es sustraída de los oídos nuestros, de nuestra escritura, ¿tiene sentido decir que vamos a hacer educación intercultural escribiendo y editando libros en esa lengua? Y aquí quiero citar a Roa Bastos, que ha hecho estas reflexiones para el guaraní campesino, ¿tenemos idea de lo que significa cómo juegan las potencialidades humanas para mantener tanta memoria colectiva así preservada de manera oral? No, no tenemos idea porque si no, no estaríamos llenos de grabadores, lapiceras, no sabemos de qué se trata. A mí lo que me da terrible miedo es que cuando capturemos esa frontera lingüística y de sentido destruyamos esa potencialidad sin saberlo.

Un poco como hicimos con las sojas transgénicas, que vengan, que es tan barata, se da tan bien, tiene buen precio en el mercado internacional: hoy sabemos que destruye a las otras semillas, que fue terrible lo que hicimos, porque no sólo conseguimos soja, sino que ahora las otras semillas están absolutamente deformadas, y no sabemos si los organismos humanos también.

Entonces, este es nuestro occidente industrial, capitalista urbano, para buscar herramientas irreflexivamente sin medir las consecuencias. Yo ruego que en este encuentro se midan las consecuencias de ese paso, y vuelvo a insistir, por si a alguno se le perdió, no es una receta universal. Pero en ciertos casos donde la lengua ha sido la defensa más sólida de la integridad cultural de un pueblo, en concurso con un territorio más o menos preservado, analicemos muy bien la situación antes de alegrarnos de estar publicando libros de texto en esa lengua. Porque lo que yo sé de los mbyá adultos –y los conozco hace tanto que pasé por varias etapa–, cuando yo recién llegué a esa provincia maravillosa, había monte a patadas, virgen en serio. Entonces nos sacaban rajando, nos decían «no queremos escuelas, no queremos médicos, no los precisamos, váyanse». Alguno todavía se sentaba más tranquilo, me decía «bueno, para qué va a venir la escuela, para que después mi hijo diga que sabe más que yo». En fin, toda una serie de argumentos que estoy segura que muchos de ustedes han de conocer, si han estado en contacto con poblaciones de este tipo, extraordinariamente conservadoras. Pero el tiempo pasó, el monte empezó a caer, las artesanías empezaron a ser pagadas cada vez menos, las estrategias de cultivo autónomo dejaron de realizarse por falta de propiedades libres, los terrenos fiscales empezaron a desaparecer, apareció el cerco, la propiedad privada, la topadora. Y entonces empezaron a decir: «sí, queríamos la escuela». ¿Y para qué? «Porque nosotros queremos que nuestros hijos se sepan defender, que sepan leer los documentos, que sepan discutirle a un juez, que sepan ir a la policía, que sepan cómo saca las cuentas el que los contrata para la tarefa», que es la cosecha de yerba.

Bien, esto es la educación como arma. Y esta entonces es la tercera idea. A esta educación como arma, arma para la defensa, ¿de qué manera nuestro programa intercultural va a preparar esta educación que es como un arma? Porque, no se engañen, esta no es la segunda lengua, la tercera lengua, acá no se trata de aprender la lengua indígena o la lengua española como si fuera inglés o francés; acá se trata de tierras ocupadas, poblaciones ocupadas, y entonces las estrategias con las que deben pensar cómo ingresan al mundo blanco no pueden ser equivalentes a otras de amplitud del horizonte cultural. Les ruego también entonces que piensen esto: ¿de qué manera, cómo estamos preparados para decir «estas son las armas que me están pidiendo», para usar la educación como arma? ¿Cómo se hace un escrito para reclamar algo? ¿Cómo se le contesta a un juez? ¿Sabemos hacer eso? ¿Sabemos enseñar esas cosas?

No quiero abundar más en esto, pero para cerrar yo creo que poner en práctica la interculturalidad necesita de dos registros complementarios: por un lado, y desde la cultura mayoritaria, en la que creemos que estamos todos y no es tan así, el poder tomar conciencia de nuestras heterogeneidades y establecer un puente entre esas heterogeneidades y que sean efectivamente heterogeneidades y no desigualdades. En relación con las culturas minoritarias, las de las naciones indígenas en nuestro territorio, tomar conciencia entonces de que son capaces de tomar autónomamente exigencias hacia la educación, con una condición: que su vida social no esté absolutamente desorganizada. El primer compromiso es ese. ¿Qué clase de organización apoyamos para esas sociedades, que puedan autónomamente plantearnos exigencias? Y en síntesis, uniendo ambas complementariedades, ¿de qué manera contribuimos a la realización de otra cosa que puede llegar a constituir una palabra vacía si no pensamos en acciones? Y esta es de una ciudadanía ampliada, que no es sino pensar en una humanidad en la que quepamos todos, todavía como un ideal.

Elena Libia Achilli

Universidad Nacional de Rosario

M nombre es Elena Achilli y provengo del campo de la Antropología. Mi participación en esta instancia se debe, fundamentalmente, al hecho de haber acompañado algunos procesos que se desarrollaron en escuelas con población indígena de la provincia de Santa Fe. He estado en contacto con ellas desde el momento de su creación, en particular con la experiencia en la ciudad de Rosario con familias migrantes tobas o qom como se autodenominan. Desde agosto de 1990, en el que se crea por decreto provincial la «escuela bilingüe», me involucro con la experiencia a partir de mi relación con integrantes de familias toba y, especialmente, a través de las demandas que me hicieran algunos docentes y uno de sus primeros directores con quien ya habíamos trabajado en la década del ochenta como parte de un proyecto de investigación y perfeccionamiento con maestras/os en actividad. Sin embargo, comencé un trabajo mucho más sistemático desde 1994 hasta el 2000, en particular con una de estas escuelas en Rosario y, a su vez, colaboré con una experiencia interinstitucional -de organización curricular- a pedido de las tres escuelas indígenas de la provincia de Santa Fe, es decir, las dos escuelas de Rosario (comunidad toba/qom) y la escuela de Recreo (comunidad mocoví). Esta larga participación me permitió documentar importantes y complejos procesos que denominamos de «interculturalidad en acto».

Modalidad con la que orientamos nuestra coparticipación


Mi trabajo se articuló siempre a las demandas que me hicieron los directivos y los docentes -principalmente en la primera época de la escuela- y la gente de las mismas comunidades. Significó acompañar y coordinar la implementación de distintos proyectos que se iban generando en ese mismo proceso de clarificación de las demandas. Entre paréntesis, en relación con estas colaboraciones y coparticipación que realizamos desde la universidad, tal vez habría mucho para reflexionar aunque no podamos hacerlo ahora. Se abren distintas situaciones éticas que hacen necesario que nos interroguemos y explicitemos al máximo de lo posible acerca de lo que hacemos y cómo lo hacemos dadas las implicancias de todo orden y escala que se generan: desde las interacciones entre los distintos sujetos hasta las de orden sociopolítico más general.
En nuestro caso, muchas de las primeras demandas que recibimos tenían que ver con cómo articular la relación de la escuela con las familias. Implementamos un primer proyecto a partir de la experiencia que teníamos, y siempre con el acuerdo de todos los integrantes de esas instituciones, tratando de ver qué se hacía, qué se enseñaba, cómo se enseñaba en esas escuelas. Era una especie de programa donde desplazamos modalidades grupales de trabajo que ya se venían desarrollando en América Latina desde fines de los 70, lo que Rodrigo Vera llamó «talleres de educadores», que fueron tomando distintas formas de implementación pero que, en general, consistían en capacitaciones o perfeccionamiento de los docentes, a partir del análisis de las propias prácticas, y a partir de sus propias propuestas. La idea era que los mismos docentes trataran de argumentar por qué tomaban determinadas decisiones y cómo las implementaban, un modo que, en tanto se acuerdan y fundamentan colectivamente, pueden entenderse como políticas educativas, porque ahí también, a nivel del aula y de las instituciones se hacen políticas educativas. Estas y otras modalidades grupales -como los Talleres Institucionales; los Talleres de Encuentros Interinstitucionales entre las tres escuelas provinciales (1998-1999) o el Taller de la Memoria Grupal organizado a pedido de referentes de la comunidad toba (1995), los coordiné tratando de potenciar diálogos interculturales más que posicionamientos esencialistas y dicotómicos.
Una noción de interculturalidad que parte de una concepción de «lo cultural» no como universos cerrados, coherentes en sí mismos, sin transformaciones, que se expande en el sentido común como si los valores, las creencias, los hábitos, las prácticas de determinado grupo social -o socioétnico- estuviesen pegados a la piel de los sujetos, y que nos lleva a hablar de «cultura toba»; «cultura escolar», etc. Más bien intentamos trabajar con una noción dinámica que posibilite ubicar las heterogeneidades, las contradicciones y las permanentes modificaciones que se van configurando en las continuas interacciones socioculturales, tratando de advertir sobre aquellas construcciones «ghetizadas» de lo escolar.
En tal sentido, partimos de una concepción teórica que no entiende el mundo escolar versus el mundo de la familia que vive en situaciones de pobreza y/o es «diferente» socioétnicamente. Más bien consideramos como hipótesis de trabajo que la vida de las escuelas está interpenetrada por los grupos sociales con las que están trabajando. Y a su vez, las familias y los grupos sociales tienen mucho de las experiencias y de la vida de la escuela. Tratamos de romper y relativizar por lo menos esta vieja idea de dicotomía entre la llamada cultura escolar, cultura familiar, cultura de la pobreza, etc. Con esto queremos plantear una cuestión que hoy se ha repetido bastante: romper con la idea de una noción de cultura como homogénea, como que no hay transformación. Por el contrario, sabemos que se producen muchas transformaciones. La vida de las escuelas está muy compenetrada con los grupos sociales, socio-étnicos con los que se trabaja, y se van modificando mutuamente.

La educación intercultural en contexto


Ahora bien, ¿desde qué perspectiva más general podemos entender estos procesos de interculturalidad y/o educación intercultural que se fueron expandiendo en los últimos tiempos? Nos parece importante inscribirlos por lo menos en dos grandes movimientos que se producen en las últimas décadas y que se profundizan en los 90.
Por un lado, un movimiento que tiene que ver con las transformaciones socioeconómicas profundas que se viven en América Latina, y que provocaron, entre otras situaciones, un fuerte proceso de desindustrialización, de desempleo, de quiebre de las economías regionales, precarizaciones laborales, migraciones poblacionales en busca de mejores condiciones de vida. En tal sentido, se puede decir que la ciudad de Rosario muestra casi paradigmáticamente tal situación en tanto fue una zona de industrias, donde a partir de los años setenta, los ochenta y fundamentalmente los noventa, se profundizan procesos de desindustrialización, de aumento de la pobreza, de deterioro de las condiciones de vida de las familias, de altísimos porcentajes de desocupación. Una pobreza urbana que entró y penetró la vida escolar y familiar.
Por otro lado, un movimiento de transformación del papel del Estado en tanto se debilita su obligación de ofrecer aquellos servicios vinculados a los derechos de la educación o la salud de la población. Se produce un desplazamiento de aquel Estado que mantuvo la educación pública, gratuita, laica, que supo ser excelente en nuestro país, por un Estado que deriva su obligación a las mismas escuelas y familias. Podríamos hablar de un movimiento de políticas que históricamente estuvieron dirigidas a la conformación del Estado-Nación –políticas educativas ampliamente criticadas por homogeneizadoras– hacia estas que se van consolidando especialmente en los 90 y a las que podríamos entender como políticas identitarias. Es decir, políticas de educación que están poniendo fuerte énfasis en los grupos particulares, en este caso en los grupos indígenas. Políticas que llevan a que en todas las escuelas se esté discutiendo, trabajando alrededor de cómo hacer pertinentes programas de educación según las características regionales, locales, o según cada ciudad, cada barrio, cada grupo social o socioétnico del que se trate.
Por lo tanto, creo que para pensar las políticas interculturales en educación –o en el campo de la salud, como también se están implementando en algunos países de nuestro continente– no podemos dejar de contextualizarlas dentro de estos movimientos de transformaciones donde adquieren sentido algunas tendencias generales.

De algunos procesos de «interculturalidad en acto»


Me interesa compartir con ustedes algunos de esos procesos de «interculturalidad en acto» que he documentado. Procesos riquísimos que se han configurado en las interacciones cotidianas entre maestros, directivos, gente de las comunidades, representantes estatales, mediante experiencias realmente complejas, sutiles, en las que se fueron poniendo en juego distintos modos de articular y de cargar de sentidos diferenciales. Interculturalidades que se fueron tejiendo en el hacer, en las disputas de distintos sentidos, de sentidos contradictorios. Con esto no queremos decir que el Estado tenía un sentido, los indígenas otro, los maestros otro. Más bien, muchas veces hemos documentado la superposición de diferentes sentidos a nivel de lo estatal, diferencias entre la Nación, las provincias, diferencias entre los distintos grupos dentro de los ministerios, de los grupos magisteriales, de los distintos grupos indígenas y dentro de cada grupo indígena. De manera que ahí hay una sutileza de trabajo increíble, a la que es bueno prestar atención. Un trabajo muy fuerte a nivel de los cotidianos escolares que, por otro lado, sufre interrupciones y cortes según sean los cambios políticos en los ministerios. Por ejemplo, en Santa Fe, cambios de disposiciones que desplazan a personal directivo muy comprometidos con las experiencias, movilidad del personal docente.

Ahora bien, del conjunto de estos procesos que he registrado, podría diferenciar: a) aquellos que remiten a la organización institucional (por ejemplo, la incorporación de los llamados «Consejos de Ancianos» que el Ministerio solía denominar «Consejo de Idóneos», dando lugar a disputas por el nombre: para los indígenas debía ser «anciano» por la carga de sentido que le dan a dicha noción); b) aquellos referidos a la organización curricular (donde habría tanto para decir acerca de los modos de seleccionar áreas, contenidos, las concepciones de saberes, etc.); c) aquellos implicados en las prácticas y relaciones en el aula.

De las pedagogías culturalizadas


Hoy a la mañana se dijo «hay que antropologizar la pedagogía». Desde hace unos años vengo diciendo que la vida social se ha antropologizado y que, las escuelas, así como en una época estaban psicologizadas, hoy están antropologizadas por esta explosión de la diversidad, pero fundamentalmente porque se ha extendido una explicación de los procesos sociales o educativos basada en «lo cultural». Desde Grondona, el periodista, que explica las diferencias entre los países, las diferencias económicas de los países, vía las diferencias culturales, hasta cómo se expresan en el quehacer a nivel del aula. Tenemos mucho registrado de estas modalidades, que pueden ser caracterizadas como pedagogías culturalizadas. Me interesa mostrarlas porque son pedagogías que neutralizan el trabajo con los conocimientos, reclamado de distintos modos por los padres y los niños como el trabajo que esperan de la escuela.

¿Qué quiero decir con estas pedagogías culturalizadas? Hay muchas maneras en que las he identificarlo, pero mencionaré sólo dos para simplificar: una, que he llamado pedagogía del conflicto o de frontera. En el trabajo cotidiano en el aula, los maestros, en algunas situaciones, viven su relación con los niños como «fronteras culturales» que les impiden comunicarse y no saben cómo hacerlo. Una cosificación o cristalización de las diferencias sociales y etnosociales cargadas de distintas imágenes que desplazan la circulación de conocimientos en los procesos de enseñaza. Son fronteras culturales que se transforman en fronteras que anulan el trabajo con los conocimientos.

La otra manera culturalizada que inhibe el trabajo con el conocimiento la he llamado mimetización cultural o pedagogía etnicizada, por lo étnico. ¿Qué quiere decir? Un trabajo sobre el «rescate», la «conservación» de lo que se piensa como «la» «cultura auténtica» de los niños. Ello implica traer al aula las historias familiares, las leyendas, las comidas, etc., y, en la medida en que no hay un retrabajo sobre estos conocimientos, una complementación con otros conocimientos, pierden sentido incluso como conocimientos sociales relevantes. Hemos observado y registrado muchas veces que frente a estas situaciones los chicos no muestran interés e, incluso, sienten que no están trabajando («¿Cuándo empezamos la clase, señorita?»). Por eso decimos que se produce una mimetización cultural o pedagogía etnicizada, que no agrega problematización, complementación con otros conocimientos generales. De hecho, esto habría que pensarlo también con algunas modas pedagógicas acerca del trabajo con los conocimientos previos que, en tanto queda pegado y reducido a ello, no incorpora nuevos conocimientos en los aprendizajes de los niños.

De hecho, también he registrado otras prácticas de interculturalidad, de complementaciones que adquieren sentido para los docentes y para los niños y para los padres. Es decir, ciertas lógicas de enseñanza donde se produce un intercambio mucho más rico, fructífero, que adquiere sentido y eficacia tanto para los maestros como para los niños.
Para terminar, me quedan dos preocupaciones grandes para seguir trabajando o pensando en los talleres. Una es esta: lo que acabo de decir acerca de estas pedagogías culturalizadas que circulan en los cotidianos escolares. Creo que, de alguna manera, al no jerarquizar el trabajo áulico alrededor de nuevos conocimientos para los niños, aquellos conocimientos que traen de sus cotidianos familiares terminan siendo trivializados, banalizados. Si bien pareciera que en los últimos años esto se está reconsiderando, me preocupa y lo expreso como un riesgo de estas culturalizaciones que se hacen de lo pedagógico.

La otra gran preocupación con respecto a la educación intercultural tiene que ver con estos vaivenes que hemos visto en las políticas; así como hemos tenido políticas estatales que en una época homogeneizaron, ahora decimos: tenemos estas políticas identitarias vinculadas a las políticas de focalización. Deberíamos preguntarnos sobre los sentidos y la estructuración de lo escolar cuando apuntan a cierta autonomización de las comunidades educativas. Un teórico de la educación como Narodowsky ha dicho «basta de políticas estatales» y propone estas ideas de las comunidades educativas, es decir que los padres, los maestros, en cada región, se autogestionen libremente sus programas educativos. Esto, que puede ser en principio democrático -porque cuántas veces hemos estado diciendo mayor autonomía, autodeterminación, autogestión- creo que tenemos que preguntarnos también si no es acorde con los procesos de desestatización, de resignación de la responsabilidad del Estado de asegurar el derecho igualitario a la educación.

No es nuevo además proponer comunidades educativas. Friedman, el economista de los años 40 y 50, ya planteaba la idea de comunidades educativas como un modo de poner la educación también en el mercado. Entonces habrá que instaurar la sospecha, por lo menos, respecto de que así como esta explosión de la diversidad ha generado ricos e importantes procesos con los que hay que continuar profundizando, también creo que habrá que preguntarse por la atomización de las instituciones educativas libradas a su propia capacidad de gestión de recursos, la desestatización de la escuela pública, que lleva inevitablemente a la profundización de su actual segmentación social. Una segmentación que debemos discutir, cuidando que el justo reclamo por la interculturalidad o la importancia de la presencia y del trabajo con la diversidad intercultural no se encapsulen en sí mismos, y terminemos homologando prácticas y argumentos con las tendencias que van homogeneizando socialmente la educación en escuelas para pobres, escuelas para indígenas, y escuelas para quienes pueden invertir en la libre elección entre aquellas que ofrecen mejor calidad.

Liliana Tamagno

Universidad Nacional de La Plata

(Versión literal de la intervención no corregida por la autora.)

Mi nombre es Liliana Tamagno, soy antropóloga social, y voy a hablar desde una experiencia de investigación que comenzó observando un conjunto de familias tobas en el conurbano del Gran Buenos Aires, y continuó con un grupo de familias tobas en La Plata. Nos fuimos dando cuenta, porque ya éramos un equipo, de que ese conjunto de familias que estaban allí, que habían migrado desde el interior, pertenecían a un pueblo. Pertenecían a un pueblo porque no solamente se reconocían como indígenas, sino que se pensaban como un conjunto mucho mayor que aquel que podía circunscribir el observador, y porque además actuaban como pueblo.

Nosotros definimos nuestra tarea como un diálogo con la academia, en el sentido de discutir teorías, discutir posiciones, discutir hipótesis, pero también un diálogo con el campo. Un diálogo con el campo que ha sido muy enriquecedor y que es el diálogo entendido con la gente con la que nosotros trabajamos, entendiéndolos como verdaderos interlocutores de lo que estaba sucediendo y de lo que nosotros queríamos y pretendíamos observar. Desde este diálogo con la academia, desde este diálogo con el campo, es que voy a reflexionar sobre el concepto de interculturalidad, no para cerrar una definición, sino para generar nuevas dudas, nuevas preguntas, porque es indudable que este concepto está siendo discutido en distintos ámbitos y va a continuar siendo discutido mañana y pasado también.

Hay que aclarar algunas cuestiones cuando uno piensa en torno a un concepto. Los conceptos son herramientas para interpretar la realidad, una realidad que, uno supone, debe ser transformada o desea que sea transformada. En ese sentido es importante conocer el origen. Ya Ana María Gorosito nos decía cómo el concepto de interculturalidad surge como superador de ese concepto de multiculturalismo. Conocer el origen, qué situaciones de tensión formaban parte de la realidad cuando aparece la necesidad de un nuevo concepto.

El concepto es una herramienta que nos permite a nosotros pensar e interpretar. Pero la realidad está allí fuera de nosotros. Entonces tampoco tenemos que asombrarnos si frente a una realidad que es la misma, tenemos diferentes interpretaciones y podemos discutir los alcances y los límites de un determinado concepto. Eso es parte de la tarea de avanzar: pensar la tarea, pensar la práctica, y ver en qué medida ese concepto nos ayuda para expresarla.

No vamos a llegar, como les decía, a una definición: «bueno, ya tenemos clara la definición, ahora es sólo actuar», sino que es en el accionar que vamos a ir pensando este concepto. En ese sentido me aquejan algunas dudas sobre cuáles pueden ser los alcances del concepto de interculturalidad y cuáles pueden ser los límites de ese concepto.

En un trabajo que se llama «La interculturalidad, una moda» de una colega que forma parte de nuestro equipo de investigación, aparece el trabajo encabezado por dos frases, a modo de epígrafe. Una dice: «La noción de interculturalidad significa diálogo respetuoso y equilibrado entre culturas. Se opone a la posición integracionista y apuesta por la posibilidad de reforzar la autonomía cultural». Es una frase de Molla. La otra frase dice: «Hoy el Estado nos invita a ser parte de un nuevo concepto, interculturalidad. Nos explica que es una invitación al reconocimiento de la diversidad cultural y a tener una relación de respeto mutuo. Creemos que es una forma modernizada de continuar asimilando culturalmente a los pueblos originarios dentro de la llamada cultura nacional». Esto es parte de un documento de la Coordinación de Organizaciones Mapuches, confederación mapuche neuquina, Newén Mapu, 1997.

Esta idea nos coloca ya en la imposibilidad de definir con exactitud el concepto. Entonces, si bien es cierto que el concepto de interculturalidad implica una propuesta superadora frente al fracaso de las políticas educativas fundadas en la castellanización y en la homogeneización y que supera o intenta superar posturas integracionistas o asimilacionistas, hay algunos que nos están advirtiendo, como en este segundo caso, de que se puede utilizar este término y continuar con las mismas prácticas de tipo integracionista o de tipo asimilacionista. ¿Cómo superar entonces esas prácticas? Una de las cuestiones que se nos ocurren, y que no es un invento nuestro sino que está planteado en la bibliografía que discute este concepto, es que pensar la educación intercultural bilingüe implica pensar la escuela como factor de cambio, cuando, en realidad, eso no es algo aceptado por todos. Pero también pensar en lo que sucede por fuera de la escuela, que lo que sucede en la escuela es un complemento de la posible transformación, y que el derecho a una educación intercultural bilingüe no puede estar, o no puede ser ajeno, al derecho al trabajo, al derecho a la tierra, al derecho a la vivienda digna, al derecho a la salud, y al resto de los otros servicios sociales. Porque si no estamos limitando el análisis a una situación que tiene que ver con lo escolar y nos estamos olvidando de lo que ha pasado últimamente con el entorno en el que la educación se desenvuelve.

En esta necesidad de pensar esas familias tobas, primeramente las interpretamos como migrantes a la gran ciudad y luego se nos aparecieron como representantes de un pueblo, como referentes de un pueblo y formando parte del pueblo toba. Hubo una serie de cuestiones que tuvimos que reflexionar muy profundamente para poder entender la complejidad que teníamos frente a nosotros. Porque, indudablemente, no nos contentábamos con esas primeras posiciones de decir «si están en la ciudad perdieron su identidad, si usan jeans, si trabajan en la construcción, entonces ya no son indígenas». Y para superar esas afirmaciones tuvimos que hacer toda una tarea que tiene que ver con esto que les decía que es el diálogo con el campo y el diálogo con la academia.

Se nos aparecieron así algunas cuestiones que podemos caracterizar como verdaderos obstáculos epistemológicos. O sea, ideas que impiden continuar con la producción de conocimiento, ideas que nos cierran en la posibilidad de interpretar esa realidad que está en constante transformación y en constante cambio.

Uno de los primeros obstáculos a superar es la idea de que en la Argentina los indios están muy alejados de los grandes centros, que la Argentina fundamentalmente ha venido de los barcos. Y no hay que ahorrar esfuerzos para superar esa idea, porque es una idea que está muy internalizada, y que no se supera a veces con una discusión teórica o una discusión conceptual. Se minimiza el problema del otro, se minimiza el problema de la educación intercultural bilingüe porque en realidad no serían poblaciones suficientemente significativas. Eso es algo que constantemente está tirando hacia atrás la posibilidad de comprender la dinámica de los pueblos, y la dinámica de la diversidad y de nuestra propia sociedad.

Reconocer la presencia de los pueblos indígenas donde quiera que sus referentes se encuentren. Esto también es una discusión, porque la educación intercultural bilingüe está pensada para aquellos lugares donde hay un número importante de población indígena, y si son los territorios que tradicionalmente ocupaban, la cuestión se aclara mucho más. Pero no está pensada, por ejemplo, una educación intercultural para los niños tobas que se encuentran en el Conurbano de Buenos Aires, o en el Conurbano de La Plata, cuando hay más de 1.000 familias. Contamos más de 1.000 familias, muchas de ellas en núcleos bastante importantes, y que mantienen toda una subjetividad muy rica que está presente en el cotidiano de su existencia y que se niega totalmente en el proceso educativo.

Comprender, además, que las transformaciones de los individuos y los grupos no necesariamente implican pérdida de identidad cuando permanece un sentido subjetivo de existencia continua y memoria coherente. Toda vez que hay un sentido de existencia continua, que remiten a un origen común, y que se entienden y actúan como parte de un conjunto, por más transformaciones que hayan sufrido -la mayoría de ellas, por supuesto, no voluntarias- deben ser reconocidos en su distintividad. Reconocerse como pueblo implica no sólo pensarse a sí mismo como pueblo, sino también pensar a la sociedad de la cual forman parte. Por eso la educación intercultural no debe limitarse de ninguna manera a la educación indígena. La educación intercultural tiene que ser una educación para todos.

Nosotros tenemos que saber que pertenecemos a un país donde la interculturalidad es una realidad, y por eso las experiencias de intercambio se pueden definir como interculturalidad en acto. Nosotros hablamos de producción de conocimiento conjunto con la gente toba. Porque estas reflexiones que estoy haciendo yo hoy, no las podría haber hecho jamás sólo leyendo la literatura. Son reflexiones que han surgido del trabajo conjunto, de la reflexión conjunta con la gente toba. Ellos desde sus intereses, desde sus preocupaciones, desde su subjetividad, y nosotros desde la nuestra. Claro que el interés va convergiendo cuando uno pretende adecuar el conocimiento para poder ser transmitido a esas realidades, y cuando la gente a su vez se siente de alguna manera representada por lo que uno dice. A pesar de que muchas veces hemos incluso discutido con ellos algunas de nuestras interpretaciones. Nosotros les decíamos «bueno, esa es nuestra interpretación, sigamos andando». Y como seguimos andando el camino juntos, no hay inconvenientes, porque no es una interpretación que nosotros la escribimos, la firmamos; la firmamos además como intelectuales y no como verdad absoluta.

En este sentido entendemos (...) que precisamente es la contraparte de pensar que deben ser integrados. Jamás estuvieron aislados. Desde la llegada del conquistador la vida de estos conjuntos es una lucha por la autonomía, es una lucha por mantener la existencia, es una lucha por mantener viva una subjetividad que les pertenece. Primero, mano de obra barata o casi esclava, en los quebrachales, en los ingenios, y luego, desocupados, en los cordones de las grandes ciudades, como tantos otros migrantes internos. ¿Qué los diferencia en las grandes ciudades de los otros migrantes internos? Cuando nosotros comenzamos a trabajar con un pequeño conjunto de familias tobas en Villa [Hiapi], este barrio estaba conformado en un 80% por migrantes chaqueños. Nosotros nos preguntábamos ¿cuál es la diferencia entre alguien que se reconoce como toba, habla la lengua y mantiene un sentido de cosa colectiva y comunitaria muy fuerte, y aquel que se define como chaqueño y que nos dice que cambió tanto que ya no se acuerda muy bien si proviene o no proviene de indígenas? La diferencia es la forma de asumir la propia historia.

Pero seguramente muchos de esos que no se reconocen como indígenas dejaron de ser indígenas en un camino muy doloroso, que es el camino de la transformación obligada; tuvieron que dejar sus lugares de origen para ir a la ciudad en busca de mejores condiciones de existencia. Y muchas veces, el producto de ese trabajo volvía a las comunidades, para que las comunidades pudieran seguir funcionando como comunidad. Y muchas veces los magros salarios o los recursos que se obtenían del trabajo en la ciudad, volvían y reforzaban esas comunidades que, si no, hubieran desaparecido. Y esa persona en la primera entrevista, en la primera charla, nos dice que él en realidad ya no habla la lengua y que perdió la identidad.

Y nosotros no tenemos que quedarnos con esa apreciación, no por el hecho de desconfiar ni de pensar que nos está mintiendo. Nos está diciendo la verdad, en el sentido de que eso es lo que él piensa. Nosotros entendemos y sabemos qué significan los procesos migratorios en América Latina, el dolor de tener que dejar los lugares de origen para ir a las grandes ciudades, tener que transformarse de un día para el otro, para que el patrón pueda dar, pueda ofrecer un trabajo, ocultar que se habla una lengua indígena y tratar de aprender rápidamente el castellano, para poder tener éxito en la ciudad. Todos esos son procesos muy dolorosos, y sobre todo si la migración produjo individualización de las experiencias, no siempre son recordadas. Y menos ante un antropólogo, grabador en mano. Entonces, pensar que nos tienen que contestar la verdad y qué nos tienen que decir, digamos, es una exigencia que linda, yo diría, con la soberbia intelectual. Nosotros tenemos que situar el proceso educativo en los contextos históricos, económicos y políticos que han atravesado los conjuntos sociales a los que pertenecen los educandos, a los que pertenecen los niños que están en el aula, y a los que pertenecen también los maestros, y también los maestros indígenas.

Esta educación intercultural, entonces, debe ser pensada para todos, no solamente para los indígenas, porque si no se está restringiendo y se les está devolviendo a los indígenas un conocimiento sobre su propia realidad que ellos podrían recrear muy bien de otra manera. Cuando se llevan al aula ciertas experiencias, esas experiencias por ahí son interesantes para el maestro que no las conoce, pero no interesantes para el educando, porque él ya las tiene internalizadas desde otro lugar.

Otra cosa importante para pensar también y seguir preguntándonos, es que los pueblos indígenas están compartiendo con nosotros un mismo tiempo. Que no son de ninguna manera un relicto del pasado, no son la expresión del pasado en el presente; son el presente, un presente que nos está así recordando el pasado para revisarlo críticamente. Ese pasado que los obligó a ser mano de obra esclava, que los obligó a ser considerados casi no humanos, y a pesar de todo ello han sobrevivido, y presentan grados de autonomía que nos siguen asombrando. ¿Y por qué nos siguen asombrando?, uno pregunta. Ya no nos deberían asombrar esos grados de autonomía, porque esos grados de autonomía de pensamiento, de autonomía de reflexión y de autonomía de acción están evidenciando la riqueza y la fuerza de sus presencias. Entonces, ellos también, no solamente que están compartiendo con nosotros un mismo tiempo, sino que están pensando junto con nosotros el futuro.

Hay un antropólogo que dice que los pueblos originarios, los pueblos preexistentes, vivieron a la llegada del conquistador una triple experiencia marcada por un exceso de acontecimientos que les hizo muy difícil pensar la continuidad de la historia; un exceso de imágenes que se impusieron a la fuerza, y un exceso de referencias individuales, un exceso de individualización. Estos tres excesos son los que la globalización, quinientos años después, o lo que se denomina globalización, nos impuso a todos nosotros. «Los pueblos preexistentes ya vivieron una situación semejante, de descentramiento, de desarticulación, de individualización forzada». Entonces la pregunta es: ¿no será que estas reapariciones de los pueblos indígenas, esto que se decía de la revitalización de las identidades, esta reaparición, esta nueva visibilidad, de alguna manera no está expresando que ellos están sintetizando toda una experiencia y están saliendo fortalecidos de una dolorosa experiencia de 500 años en la que nosotros estamos entrando? Porque la fuerza de la individualización, la fuerza de la imposición y la fuerza de la hegemonía nos llegó a todos, sobre todo a todos los que estamos en estos países que han sido llamados dependientes, subdesarrollados, en vías de desarrollo, pero que fundamentalmente se han constituido al calor de la hegemonía, de la dependencia, del capital y de las presiones del capital internacional. Y cuyo grado de autonomía y de determinación está siempre socavado por los intereses del mercado y por el lugar que el mercado nos deja en el contexto internacional.

Cuando nosotros hablamos de producción de conocimiento conjunto, y para superar la idea del informante, me estoy refiriendo al trabajo del antropólogo como colaborador en esta mirada acerca no solamente del concepto de la interculturalidad, sino acerca de la forma de relación que esperamos se desarrolle en una sociedad donde la interculturalidad sea una práctica cotidiana. Ya nosotros estamos hablando de interlocutor. Pero a su vez, de asumir esta idea de la producción de conocimiento conjunto, esta interculturalidad en acto. Y entender que ya no existen más los mosaicos y que no solamente los espacios de la distintividad están interactuando. Barthes, otro antropólogo, pensando en las sociedades complejas, nos habla de flujos y de corrientes, como si fueran las distintas corrientes de un río que lo conforman, aunque cada afluente del río le está proporcionando a ese río una riqueza de sedimentos y de colores y hasta de dinámica interna propia del lugar de origen. Entonces, las sociedades complejas podrían ser asimiladas –no siempre las metáforas naturales o biológicas son muy acertadas, tenemos que saber extrapolarlas para no reducirnos–, pero digamos, la interculturalidad debe ser eso. El enriquecimiento mutuo en la comprensión de las historias, de la historia incluso de nuestra propia sociedad, de su constitución, de su conformación, y de sus crisis. Porque yo estoy segura de que no vamos a superar la crisis que como sociedad nos aqueja si no nos pensamos desde los orígenes. ¿Cómo entender esos conurbanos sino como la expresión de la transformación de las poblaciones preexistentes, y de todos aquellos que dejaron de reconocerse en el camino de la migración, en el doloroso camino de la migración y de la explotación? La gente toba en la ciudad dice: «nosotros somos tan pobres como algunos blancos, pero los blancos están peor que nosotros, o el que no se reconoce como indio, está peor que nosotros porque están solos. Nosotros estamos juntos, y aunque materialmente estemos tan mal como ellos, estamos mucho mejor, porque sabemos que no estamos solos».

Nosotros, desde nuestro trabajo como antropólogos, fuimos recurriendo a la gestación de ciertos espacios en el contexto académico donde la presencia de indígenas y donde los referentes indígenas pudieran venir a expresar sus pareceres y sus saberes. Y esto lo hicimos en los congresos de antropología del año 1997; también en una reunión reflexionando sobre la etnicidad y la identidad, que se organizó en Rosario, intentando comparar la experiencia brasileña con la experiencia argentina. Por eso me parece muy interesante que en este encuentro estemos compartiendo estas inquietudes con hermanos de otros países latinoamericanos que están con la misma problemática, pero que a veces han avanzado un poco más que nosotros en esto del reconocimiento de la interculturalidad o de la distintividad.

No se deben ver las tensiones o el conflicto que puede generar la interculturalidad o la diversidad como algo negativo. Las tensiones y los conflictos deben ser vistos como positivos, deben ser vistas como enriquecedores; si no, caemos en posturas como la de este famoso analista social norteamericano Huntington, que está alertando en uno de sus últimos libros de la presencia, del peligro de las poblaciones mexicanas en Estados Unidos. Entonces, en lugar de tratar la interculturalidad como algo positivo, como algo enriquecedor para todos, la vamos a seguir pensando como se pensaba el multiculturalismo: como un problema, como un obstáculo para la educación. Tiene que ser todo lo contrario. Y además pensar que lo que nos están marcando los pueblos indígenas es lo mismo que nos están marcando muchos sectores que, no reconociéndose como indígenas, están luchando contra las imposiciones del mercado, contra las imposiciones del desguazamiento, del desguace del Estado, porque la desestructuración del Estado se ha hecho en forma de desguace.

Hemos tenido la semana pasada lo que se pretende definir como un accidente, en Río Turbio, cuando en realidad no fue un accidente, y a su vez en los mismos periódicos leemos los linchamientos que los hermanos aymara han realizado con intendentes que eran corruptos, y a los que habían alertado, sin ser escuchados. Y también están planteando la necesidad de la nacionalización del gas. Entonces no solamente están pensando en sus propios derechos, y en el reconocimiento de su propia subjetividad; también están pensando en un mundo mejor para todos, en un mundo que le diga no a esto que comenzó hace 500 años para ellos y parece que prolifera y aumenta con el famoso fenómeno de la globalización y la imposición del mercado a todo nivel, incluso a nivel educativo. Entonces, pensar la interculturalidad desde este lugar, y pensar que la distintividad debe ser un aporte para pensarnos, no solamente para pensar lo educativo. Y que la interculturalidad debe ir de la mano de otros derechos, como el derecho a la tierra, como el derecho a la salud, y como el derecho a la vivienda.