Revisando en Internet los materiales disponibles en relación con la búsqueda de una nueva enseñanza (o una nueva práctica) del pensamiento, me vuelve a sorprender un rasgo constante del universo de la filosofía: su dependencia de la historia de la filosofía y la forma en la que sus grandes figuras tienden a ocupar un lugar central incluso en la nueva enseñanza. Sin ánimo de cuestionar la importancia de tales pensadores fundamentales, ¿es válida la idea según la que resulta imprescindible tenerlos en cuenta a la hora de producir un pensamiento que pueda llamarse filosófico?

En apoyo de una respuesta negativa a esta pregunta encuentro entre las referencias de la web la idea de "enseñar a pensar" (teaching thinking), y me parece que tal vez en esa vía encontremos un enfoque más adecuado a la hora de aprovechar la experiencia que la materia filosofía puede ofrecérnos.

En el cultivo de la filosofía suele haber más voluntad de culturizar que de abrir las posibilidades de un pensamiento. Eso es lo que revela la adhesión respetuosa de la tradición, y lo que creo que me resulta molesto de ella, el factor neutralizante de la producción de pensamiento, mal concebido como referencia orientadora.

¿Hay que renegar de los filósofos, entonces? ¿Puede un alumno de la materia filosofía desplegar sus dotes de pensamiento sin conocer la tradición que estas mismas palabras que manejamos contienen? ¿No resulta absurdo creer que un estudiante de bachillerato podrá -él sólo o en compañía de los otros alumnos-, remontar por su cuenta la reconstrucción de una complejidad difícilmente alcanzada a lo largo de los siglos? Son objeciones importantes y me gustaría responderlas en detalle.

No, de ninguna manera es necesario renegar de las importantes figuras de la historia de la filosofía. Pero sí entende que ellas son meros instrumentos del pensamiento que queremos poner a funcionar y nunca el objeto de estudio. En la materia filosofía, si se la concibe bien, activamente, respetando de manera profunda el sentido propio de la riqueza de la filosofía, no se trata tanto de estudiar el pensamiento sino de ejercerlo. Esto necesariamente produce el cambio de actitud que va desde el respeto del erudito a la más liviana mirada del que busca hacer su vida y para ello se sirve de ideas. Los filósofos, por otra parte, fueron pensadores y no estudiosos, o -para decirlo de manera más completa- fueron en primer lugar personas interesadas en expresar y comprender el fenómeno de la vida y el sentido y en segundo lugar estudiosos de una tradición que les resultaba útil para tal fin.

Esta diferencia me parece bien representada en el siguiente ejemplo: según el planteo académico de la filosofía las grandes figuras de pensamiento se ubican entre nosotros y la realidad. Ellas observan el mundo, nosotros las observamos a ellas. Este planteo está fallado en su base, y debe ser reemplazado por uno en el que se establezca más bien una relación triangular: enfrentados nosotros también con el mundo que debemos (necesitamos, queremos) entender, miramos en la obra de los filósofos como en un espejo particular, encontrando en ellos interlocutores con quienes conversar acerca de nuestras ideas y nuestras impresiones respecto del mundo. El otro esquema, el de sustraerse al contacto con la realidad y suplantarlo por el estudio de quién si tiene derecho a relacionarse con ella, es condenarnos a la desactivación básica de nuestro pensamiento propio y convertirnos en meros estudiosos y repetidores de algo que estará siempre vacío. Lo primordial en la enseñanza de la filosofía es, antes que el reconocimiento de las distintas teorías y de los nombres de sus referentes, abrir esa mirada personal desde la que todo el juego del pensamiento adquiere sentido. No renegar de los filósofos, pero dar ante nada el golpe de estado en el pensamiento que permite que cada pensador sea el protagonista de su experiencia de sentido. Los más brillantes exponentes de la traidición filosófica son meros interlocutores, socios, del desarrollo de nuestra propia mirada.

La segunda cuestión, la de la complejidad que un alumno actual pueda estar perdiendo si no aprende primero las categorías fundamentales que las grandes figuras del pensamiento manejaron, puede ser respondida de la siguiente manera: cada época posee su propia complejidad, y en la mayoría de los casos, ese recorrido obligatorio por las minuicias de las épocas anteriores, épocas muertas, tienen más el sentido de obstruir la producción de las categorías adecuadas a nuestro complejo presente que la de ayudar a crear el refinamiento del pensamiento al que debemos aspirar. Obligar a un pensador potencial (eso y no otra cosa es un alumno de filosofía de nuestros secundarios) a reconocer y aprenderse las categorías de análisis del período metafísico es equivalente a creer que es imprescindible para la formación de un médico conocer los antiguos y fallidos métodos de trabajo de sus colegas de siglos anteiores, hoy ampliamente superados. Ese amor del mundo de la filosofía por el pensamiento muerto es un rasgo ásico de su patología fundamental, pero es nuestra tarea rescatar a la actividad filosófica de tal malentendido y reintegrarla a la pulsión básica de la vida presente. La complejidad necesaria es la que debemos construir a través de la aplicación de actividades diseñadas para encontrar el sentido y sus problemas tal como se le presentan al hombre de nuestra época y en especial a ese individuo angustiado o feliz que es el pensador en cuestión, nudo central y previo de todo desarrollo de pensamiento verosimil.

Situar el replanteo de la materia filosofía en el marco de la creatividad o en el de la enseñanza del arte del pensamiento resultan de esta forma modos más certeros de acceder al sentido básico de la filosofía. Paradógicamente, al alejarnos de sus modos de presentación establecidos, pese a que algunos puedan irritarse o considerarlo poco serio, llegaríamos a ser capaces de refundar su práctica sobre el fondo esencial de su movimiento.