Introducción


«Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido».
Elías Canetti


Como lo ha señalado el escritor norteamericano Thomas M. Disch (1940), «la ciencia ficción nos ha enseñado a imaginar los terrores del porvenir» (Disch:1987).

En efecto, puede leerse en los relatos de ciencia ficción la paranoia que ha despertado, en el imaginario colectivo, el avance acelerado de los descubrimientos científico-tecnológicos desde la Revolución Industrial en adelante.

Pero, a diferencia de lo que sucede en la literatura fantástica, por ejemplo, estos temores son poco menos que caprichosos. Los relatos de ciencia ficción se construyen en torno a una garantía científica en tanto exploran los límites de lo posible en un universo donde el ocaso de la religión como saber hegemónico ha dado lugar al reino indiscutido de la ciencia y la tecnología legitimadas en el discurso positivista del siglo XIX.

Esta garantía, asimismo, habilita los mecanismos de verosimilitud que subyacen a una pregunta recurrente en la literatura del género: «¿Qué pasaría si...?».

De este modo, la ciencia ficción se anticipa a ciertas conjeturas formuladas en el mundo real vinculadas a los nuevos descubrimientos científicos. En esta dirección, puede resultar interesante que se discuta en el aula qué descubrimientos científicos anticiparían novelas como Frankenstein (1818), de Mary Shelley; Yo, robot (1950), de Isaac Asimov o 1984 (1945), de George Orwell.

No obstante, para que se preserve la lógica del género y sus relatos conserven su vigencia, es a su vez necesario que esas conjeturas nunca se cumplan. Esto es así puesto que, desde el momento en que las revelaciones imaginadas por la literatura se vuelven reales, las historias pierden eficacia sencillamente porque el futuro deja de ser tal.

De allí que, a la luz de los nuevos descubrimientos del siglo XX, las narraciones del viaje a la luna concebidas por el escritor francés Jules Verne (1828-1908) o las historias tejidas en torno a la hipótesis de vida extraterrestre en Marte como las de Edgar Rice Burroughs (1875-1950), creador de Tarzán y de varias novelas de ciencia ficción, hayan envejecido y se hayan convertido en meras novelas de aventuras.


¿De qué hablamos cuando hablamos de «ciencia ficción»?

Se han arriesgado, hasta el momento, diversas definiciones de ciencia ficción. Desde un criterio sintáctico, por ejemplo, se ha dicho que «los relatos de ciencia ficción son relatos del futuro puestos en pasado»1. A su vez, desde una perspectiva estética, algunos estudiosos han sostenido que la ciencia ficción forma parte de una literatura «pasatista», inferior en calidad a los relatos del mainstream o literatura consagrada. Se ha advertido también que la ciencia ficción trata de algo fantástico enmascarado dentro de un cierto realismo.

En cuanto a los temas de los que se nutre, la noción clásica del género, acuñada en la década del 30 del siglo pasado, proponía agrupar los tópicos en tres grandes grupos: la vida futura, los mundos desconocidos y los visitantes inesperados.

En otras palabras, la lógica que gobernaba la ciencia ficción de esos primeros años era la lógica de la otredad: otros tiempos, otros mundos, otras subjetividades.

Habida cuenta de esta característica que atraviesa gran parte de los relatos de ciencia ficción, se ha sostenido que un cuento como «Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius» (1944), del escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986), bien podría pertenecer al género. Aunque esta afirmación es discutible, en principio trata de mundos paralelos y, en este sentido, responde a esta lógica de la otredad. A partir de esta hipótesis, podría ser interesante discutir con nuestros alumnos si el relato de Borges puede o no leerse desde esta clave.

En los años 60, de la mano del escritor norteamericano James Ballard (1930), se produce un viraje en el modo en que se entiende el género, al mismo tiempo que la ciencia ficción pasa a tener un inusual protagonismo en ámbitos académicos donde, hasta hacía no demasiado tiempo, su entrada se hallaba vedada.


Los orígenes

Existe una creencia que sostiene que los primeros relatos de ciencia ficción pudieron haber sido engendrados en el siglo XVII. Aquellos que defienden esta teoría mencionan El otro mundo (1657), de Cyrano de Bergerac (1619-1655), como prueba irrefutable de su hipótesis. Otra postura sugiere incluso que el origen del género pudo haber tenido lugar varios siglos antes.

En un conocido prólogo a Crónicas marcianas (1950), de Ray Bradbury (1920-2012), Jorge Luis Borges advierte que ya en el «segundo siglo de nuestra era» Luciano de Samosata imaginó seres de otros planetas, y que en el siglo XVI Ludovico Aristo escribió que «un paladín descubre en la Luna todo lo que se pierde en la Tierra, las lágrimas y suspiros de los amantes, el tiempo malgastado en el juego, los proyectiles inútiles y los no saciados anhelos»2.

No obstante estas presunciones, un relativo consenso propone ubicar el nacimiento de la ciencia ficción en el siglo XIX. De este primer momento pueden mencionarse obras como La máquina del tiempo (1895) y La guerra de los mundos (1898), ambas del escritor británico H.G. Wells (1866-1946), o Viaje al centro de la Tierra (1864) y Veinte mil leguas de viaje submarino (1870), de Jules Verne.

Ya en el siglo XX, con la aparición del concepto de «posibilidad ilimitada», los relatos de ciencia ficción, escritos en su mayoría en Inglaterra y los Estados Unidos, comienzan a tener una circulación masiva. A través de revistas como Wonder Stories, Amazing Stories o Galaxy, se codifica la noción del género cuyo autor modelo es precisamente H.G. Wells. Estas revistas crean a su vez un público lector de aficionados directamente vinculado a la emergente cultura de masas.

Una nueva generación de escritores de ciencia ficción surge a mediados de siglo, aglutinada bajo el rótulo de New Age o 'nueva ola'. James Ballard, el nombre más representativo de este grupo, sostiene entonces que de lo que se trata ahora ya no es de explorar el espacio exterior sino de replegarse hacia el espacio interior: «Los desarrollos más importantes del futuro cercano tendrán lugar no en la Luna o Marte, sino en la Tierra; y es su espacio interior, no exterior, el que debe ser explorado. El único planeta verdaderamente alienígena es la Tierra. En el pasado, el sesgo científico que tomaba la ciencia ficción se relacionaba con las ciencias físicas –cohetes, electrónica y cibernética–; ahora el énfasis debería virar hacia las ciencias biológicas»3.

La experiencia de las dos guerras mundiales y de la bomba atómica, lanzada en 1945 a las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, no son datos menores a considerar en esta nueva etapa del género. Los perversos experimentos con el cuerpo perpetrados por el nazismo y la creación de leyes de eutanasia y eugenesia durante los años 30 en Alemania dieron origen a un nuevo modo de entender la política. El Estado comienza a manipular genéticamente el cuerpo del individuo para propósitos por demás aterradores. La conjunción entre medicina, economía y política da nacimiento a la biopolítica, un modo de ejercicio del poder en el cual está en juego la producción y la reproducción de la vida misma. De esta forma, el Estado no ejerce su control solo a través de las conciencias. Ahora opera también sobre los mismos cuerpos, alienándolos y administrándolos según sus propios intereses.

El filósofo francés Michel Foucault (1926-1984) y el continuador de sus tesis, Giorgio Agamben (1942), se han ocupado de este tema en libros tales como La voluntad de saber (1976) y Homo Saccer (1995) respectivamente. Campo de concentración (1968), de Thomas Disch, por ejemplo, puede leerse desde este universo de significaciones.

Por otro lado, la biopolítica pone en escena uno de los temas más recurrentes de la filosofía del siglo XIX: la muerte de Dios. Si los hombres pueden disponer de la vida y la muerte de otros hombres a su parecer, el dominio de la existencia humana queda entonces confinado a los caprichos de nuestra especie. Las películas Blade Runner (1982) y El sexto día (2000) imaginan qué pasaría si esto efectivamente fuera así. La literatura de ciencia ficción también se ha hecho eco de esta problemática.

En tanto este aspecto del género atraviesa distintas áreas del currículo de la escuela media (Filosofía, Literatura, Informática, Biología), podría ser interesante proponerles a nuestros alumnos la lectura de textos sobre biopolítica en diálogo con algunas de las novelas o films que se ocupan de este tema.


Ciencia ficción y utopía

Como es sabido, utopía significa literalmente 'no lugar'. El término se relaciona, por analogía y por oposición, con palabras como eutopía ('buen lugar') y distopía ('mal lugar'). Los relatos de ciencia ficción responden a uno u otro término dependiendo de la aprobación o la desaprobación del autor de la sociedad que describen.

En 1932, un año antes de la asunción de Hitler al poder, Aldous Huxley (1894-1963) escribe Brave new world (en español, Un mundo feliz).

La novela de Huxley profetizaba la manipulación de embriones que, en el libro, es usada en pos de la creación de individuos psicológicamente adecuados a la profesión que el destino tiene reservada para ellos. De este modo, por ejemplo, aquellos fetos que en un futuro se convertirían en ascensoristas, eran gestados en frascos chicos y rociados con un poco de alcohol para evitar que desarrollaran demasiado su inteligencia y se sintieran limitados dentro de su profesión.

1984, de George Orwell, vaticina un futuro igualmente aterrador. El desencanto producido por la moderna sociedad industrial y los excesivos métodos de control impuestos por el fordismo en sus fábricas le ofrecen a Orwell un escenario propicio para el desarrollo de la trama. A la manera del Estado policial implantado por el estalinismo y el panoptismo descrito por Foucault para nombrar los métodos de control instaurados por el capitalismo salvaje en la modernidad, el Estado en la novela de Orwell vigila a sus ciudadanos con celo y afán de dominación.

La deshumanización –según la ensayista norteamericana Susan Sontag (1933-2004), el motivo más fascinante de la ciencia ficción– es puesta en escena en ambos relatos para conjeturar los posibles estragos que el desarrollo científico y tecnológico produciría en las relaciones humanas.

En el prólogo de Ballard a su célebre novela Crash (1973), el desenlace de ese desarrollo es sentenciado con exactitud: «La víctima más aterradora de nuestra época –escribe allí– (es) la muerte del afecto».

«La pradera», de Ray Bradbury, incluido en su libro El hombre ilustrado (1951), tematiza esta muerte. Además de anticipar la realidad virtual, este relato explora los límites de la tecnología y sus efectos en los vínculos familiares. Aunque en mucho diferente del texto de Bradbury, una breve novela del escritor rosarino César Aira (1949) titulada El juego de los mundos (2002) también puede leerse desde esas coordenadas. Una posible consigna de producción para llevar a cabo con nuestros alumnos puede proponerles que escriban un cuento donde la ciencia haya «matado» al afecto.


Cine y literatura

«Naturalmente, las películas son flojas allí donde las novelas de ciencia ficción (algunas de ellas) son fuertes: en lo científico. Pero, en lugar de una elaboración intelectual, pueden proporcionar algo que las novelas nunca podrán proporcionar: elaboración sensorial [...]. Las películas de ciencia ficción no tratan de ciencia. Tratan de catástrofes, que es uno de los temas más antiguos del arte»4. Esta cita de Sontag nos habla de una diferencia sustantiva entre el cine y la literatura de ciencia ficción. Los efectos especiales, la puesta en escena, el vestuario, el sonido, todos los recursos de los que se vale el lenguaje cinematográfico para narrar una historia, son doblemente preciados en este género. De allí que un film de ciencia ficción que no despierte la curiosidad del espectador o que no genere su sorpresa corre siempre el riesgo de volverse tedioso y sin sentido.

Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, Crash, de Ballard, y La guerra de los mundos, de Wells, entre muchas otras, han sido llevadas a la pantalla grande por directores como Steven Spielberg y David Cronenberg, poniendo en escena los mundos ficcionales que imaginaron sus autores al momento de escribirlas.

Pero la relación entre novela y film no siempre es tan transparente. La liga extraordinaria (2003) o la trilogía The Matrix (1999), por ejemplo, deben gran parte de su trama argumental a la imaginería de Jules Verne y de William Gibson, respectivamente, aunque sus historias gocen de una autonomía que las distancia del original.

De cualquier modo, en tanto el espectáculo es en gran medida el atributo por antonomasia que define a las películas de este género, es posible decir que, si existe un tipo de literatura que habilita mejor su adaptación al cine, quizás ese sea acaso el de la ciencia ficción.


1. Link, D. (1994). Escalera al cielo. Utopía y ciencia ficción. Buenos Aires: La Marca.

2. Borges, J. L. (1998). Prólogos con un prólogo de prólogos. Madrid: Alianza.

3. Ballard, J. G. (1979). Crash. Buenos Aires: Minotauro.

4. Sontag, S. (1984). Contra la interpretación. Barcelona: Seix-Barral.