Este buscar lejos el sentido de lo que está cerca tal vez se explique como el intento de refrenar en lo posible la violencia y la angustia que el torbellino de la realidad provoca en quienes tienen pocos recursos. Me refiero a los recursos básicos de fuerza y carácter con los que los humanos podemos o no enfrentar la descontrolada vida. Personas más fuertes, más normales, saben tratar con esa vorágine de una manera más efectiva, y no necesitan poner distancia porque son capaces de la confrontación que nosotros, espíritus refinados, intentamos evitar.

Por esta vía llegamos a una actitud filosófica principalmente determinada por el rechazo del mundo, y hablamos del acontecer de los hechos como de una chanchada siempre cuestionable. Es el tipo clásico del filósofo que observa con indignación la tosquedad o el primitivismo de los sencillos, rol en el que se coloca a los alumnos con toda facilidad y también a su cultura nueva y aun no formulada. Este elemento de origen, la debilidad del sujeto que piensa por lo alto para eludir lo bajo que lo abruma, puede determinar un pensamiento de poco valor, incapaz de tratar con las cosas del mundo y eterno promotor de evitaciones. Es normal que los alumnos no respondan a un planteo de este tipo, al menos en la medida en que son individuos sanos o en lucha por su salud, con una vida desbordante que pide algo más que ceremonias de conceptos alejados de la experiencia.

No es una condena: uno puede empezar así y terminar bien, ya que el pensamiento es también una oportunidad de desarrollar fuerza y -si tal cosa sucede- al avanzar en su formación el patológico pensador logra reconciliarse con el mundo. Tiene ahora en su conciencia una herramienta para acercarse e intervenir en las cosas que antes rechazaba. La filosofía no lo mató, aumentó su capacidad y su fuerza, pasó la prueba de su propia enfermedad. La filosofía le permitió el paulatino acercarse y tratar con los problemas que antes lo espantaban, la filosofía lo hizo curarse. (O mejor dicho, capaz de curarse, su formación sintomática -el amor por lo metafísico- se volvió riqueza teórica).

En esta situación renovada, habiéndonos recuperado de nuestra inicial debilidad, puede la filosofía desplegarse como un interés omnívoro por el sentido de las cosas y dar lugar ahora a una posición de fuerza poco frecuente. El filósofo propiamente dicho es este curado que renació desde las cenizas de su no poder nada y reaparece ahora como un poderoso buscador que, en vez de rehuir el mundo, lo desafía a aclararse y volverse dúctil. La filosofía no es entonces un mero fenómeno de conciencia y pensamiento sino también (no además sino principalmente) un querer cosas en un mundo al que considera valioso e interesante.

La imagen del filósofo como ser escéptico y lleno de sospechas, que luce su disconformidad como una virtud, es testimonio de la patología descripta en el inicio. La realidad de un pensador lleno de recursos y deseoso de desplegarlos es la de un hombre o de una mujer capaces de ayudar a un grupo de alumnos a desarrollar igual amor por la vida. Logró ayudarse a sí mismo y puede ahora intentar ayudar a otros. Entender sirve, hay que meterse con las cosas y no salir corriendo a un mundo de citas, seriedades y rechazos.